En algún momento cuya exactitud no defino no por impreciso sino por que prefiero olvidar a esta película cuanto antes, el “atribulado” personaje de Marion Cotillard (Luisa) tiene una “sensible” y “profunda” discusión con su también “atribulado” esposo, el director de cine interpretado por Daniel Day-Lewis (Guido, nombre inolvidable tras oírlo unas quinientas veces a lo largo de las dos inacabables horas de metraje). Con el hermoso par de ojos refulgurantes que ni siquiera la pésima mano de ese pésimo director que es Rob Marshall puede arruinar, supuestamente cargados de lágrimas más de ira e impotencia que por tristeza, ella le espeta un “dardo” venenoso que funciona como broche de oro para el ida y vuelta de reproches y sinceramientos voraces: “Sos como un estomago, y si dejás de ser voraz, te morís”. La frase, quizá la más estúpida, hueca e incoherente que recuerde, funciona a la perfección como síntoma del insulto al cine y a la inteligencia del espectador que es Nine. Enterrada varios metros bajo una capa de gravedad tan grande como todo elemento del planeta Marshall (a no confundir a Rob con Frank, un experto en la creación de cine pochoclero más respetuoso de la esencia del entretenimiento y la alegría del cine), la película narra el derrotero de Guido Contini, director de cine que ha filmado una sucesión de bodrios que ponen en tela de juicio su pertenencia al circulo del éxito y talento en el que la prensa y el público lo había colocado (¿alguien dijo Rob Marshall?). Bloqueado, sin ideas, con la maquinaria industrial funcionando en su esplendor para rodar una película cuyo guión del que ni siquiera tiene un renglón, busca inspiración en las lejanas tierras del mediterráneo. La “trama” gira en derredor a su vida marcada por la fuerte presencia femenina que, desde su madre hasta su actual esposa y amante, no ha dejado de perseguirlo.
¿Thriller psicológico? No, qué va. ¿Drama lacrimógeno patinado con una bruta capa de misoginia? Ojalá. Nine es la recopilación de esas mujeres pertenecientes al universo Contini que, cual prostitutas en pasillo de cabaret, desfilan una tras a la espera que el espectador-cliente opte por una de ellas. Allí está su madre encarnada por Sophia Loren, a quien el obnubilado Marshall mitifica y adora deteniendo cualquier vestigio de narración o movimiento de cámara en pos de iluminarla y contemplarla, encandilado por la presencia de la italiana. Está su mujer, la ya mencionada Cotillard, para quien su número musical funciona como liberación de la opresión marital. La prostituta que marcó el inicio de Contini en la vida sexual también tiene su lugar de la mano de Fergie, quizá la única que supere el bochorno más por tenacidad y garra propia que por el pulso de Marshall: es inevitable ver el cuadro de la periodista de la revista Vogue que interpreta la siempre luminosa Kate Hudson, sin recordar la chatura escenográfica, la pobreza artística y coreografía de un estética propia de Susana Jiménez (hasta los bailarines, estoicos e invisibles ante la atención de la estrella, remiten a los inefables susanos). Y así se suceden una tras otra, episódicas e indiferentes, escenas donde todos bailan con ínfulas de Apocalipsis inminente. Todos retratados desde la frontalidad del proscenio, a media altura, con el ojo electrónico desplazándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. El eje vertical, el plano picado y el contrapicado son sólo conceptos teóricos que el director parece desconocer.
Ultimo párrafo para Penélope Cruz y un comentario puramente machista: el cuadro musical de la española tiene la única función de calentar a la platea masculina, objetivo que no sólo logra sino que lo hace con creces. La cuestión es la forma embustera con que lo consigue: vestirla de portaligas, dándole una soga para que frote su sexo, haciéndole un plano cuasi-quirúrgico rayano con lo pornográfico a la porción de tela que cubre su vagina al tiempo que la “canción” (demás está decir que es apenas un susurro cachondo) reza algo así como “te espero con las piernas abiertas”, primeros planos de la lengua lambeteando; bastante poco para una película de las ambiciones de Nine. Para escenas eróticas, vean el streap tease de Vanessa Ferlito en A prueba de muerte, donde el espectador se calentaba a fuerza de la trabajosa labor de la imaginación a la que nos inducía Tarantino y no por la pura trampa, simplismo y misoginia de este director, el Marshall fallido.