Las curvas de la vida
Luego de consagrarse con Chicago (2002) y dar un paso en falso con Memorias de una geisha (Memoirs of a Geisha, 2005), el realizador Rob Marshall transpone la obra teatral Nine, basada en el film de Federico Fellini 8 y medio (1963). Sin ser una película sólida, su ritmo se impone y consigue transformarse en un buen pasatiempo.
“¡Sé italiano!”, proclama una prostituta en una de las canciones más pegadizas del film. El sujeto al que va dirigido el consejo es al realizador Guido Contini (Daniel Day Lewis), quien ha perdido la inspiración, y necesita comenzar a rodar cuanto antes. En plena época de oro de Cineccità, aquel emporio de la cinematografía italiana, podía concebirse la idea de un “director-estrella”, un bon vivant aclamado y rodeado de las mujeres más bellas. Un creativo, por sobre todas las cosas, capaz de largarse a la aventura de filmar sin tener un guión escrito.
Sin dudas, esa imagen está ligada a la del propio Fellini, quien tuvo a sus pies a las actrices más codiciadas de aquel entonces, dueño de una iconografía tan inolvidable como… italiana. En aquella súplica están inscriptas las motivaciones del propio film, visibles en su “italianismo for export” que enfatiza varias cuestiones. A saber: las tentadoras mujeres pulposas, el poder eclesiástico (represor siempre), la imagen contenedora y a la vez legislativa de la mamma (¡que acá es ni más ni menos que la Loren!), y –finalmente- la propia esposa, la matrona, la que sufre las infidelidades del macho italiano.
Aquellos componentes funcionan, en parte porque la película misma pareciera guiñarle el ojo al espectador para que no se tome nada demasiado en serio. Con un ritmo vertiginoso, el relato muestra a un Guido Contini que alterna la desesperante visión de la realidad con imágenes extraídas de su mundo imaginario, íntimamente ligadas a un cine monumental, plagado de mujeres bellas luciéndose en coreografías implacables. Algunas más sensuales que otras (lo que equivale aquí a decir “algunas mejores que otras”), Marshall acertó con Penélope Cruz (la amante), Kate Hudson (una periodista precursora de la revolución sexual), y una contenida Nicole Kidman (la estrella del film). Brilla Fergie como la mencionada prostituta, mientras que ver a la Loren equivale a ver a esa diva que ya no es, y Marion Cotillard (la esposa) es creíble cuando sufre, pero no convence cuando deviene femme fatale.
Es irreprochable la capacidad del realizador de amalgamar los pasajes “realistas” con los imaginarios, en donde vuelve a demostrar que es un artesano de las secuencias coreográficas. La fotografía se encarga del resto, merced a esos rojos furiosos y pasajes de un blanco y negro de ensueño (acá no hay neorrealismo ni de casualidad) a un azul más azul que el cielo. Con algunos diálogos efectivos, un Daniel Day Lewis que baila bien y canta mejor, y una historia previsible pero a la vez atractiva, Marshall consigue un sólido film pasatista. Al final, queda claro que la inspiración vuelve, porque como en toda actividad artística es antojadiza y a la vez curvilínea.