La pasión y los sueños no aparecen
El director Rob Marshall se propone revisitar el mundo cinematográfico y personal plasmado en 8 y 1/2. Números de baile fastuosos y un reparto de prestigio en un film vacío de sensibilidad, en el que ninguna escena escapa a la
corrección.
Del cine a Broadway. Y de Broadway al cine. La fuente de origen se vuelve obligada para la nota: 8 y ½ (1963), de Federico Fellini. Uno de los títulos mejores del director italiano, y también uno de los mayores de la historia del cine. No supone riesgo tal corroboración; en otras palabras: valdrá la pena recordar, una vez y otra, el nombre del querido Federico, capaz de evocar una manera de hacer cine que, por personal y ensoñadora, sabe ser irremplazable, en el marco de una cinematografía -no sólo italiana que añora poesía semejante. Tan profunda es su huella en la pantalla grande. Tanto como el peso emotivo que embarga a generaciones de espectadores.
El film emblema de Federico Fellini ahonda en el mundo creativo de un director de cine (Guido Anselmi) dispuesto a su obra próxima. Lo agolpan productores y chismes de periodismo. Pero, también, 8 y ½ es plasmación de un realizador atrapado en su propio mundo. El de sus sueños. Es Marcello Mastroianni quien interpreta. El actor tantas veces elegido por Fellini. Como si, en última instancia, Fellini se filmase a sí mismo, atrapado en este espejamiento que podría resolverse con una de las tantas máximas que nos ha legado: "la única vida real es el mundo de los sueños". Si 8 y ½ tiene o no que ver con la vida de Fellini, poco importa. Será motivo de desvelo para quienes no se permitan perderse en su encanto.
Ahora bien, en Nine es Daniel Day Lewis quien compone a Guido. Otro actor extraordinario. Y el desfile femenino es deslumbrante. Allí donde interpretaran actrices bellas y magníficas como Claudia Cardinale y Anouk Aimée, aparecen ahora, respectivamente, Nicole Kidman y Marion Cotillard. Más otros nombres tanto o más sonoros, entre los que destacan, por calidad compositiva y capacidad de comunicar, aunque sea, un ápice de sensibilidad, Penélope Cruz y Judi Dench.
Porque lo que luce desde el desborde y la megalomanía -algo por lo demás habitual en el realizador, Rob Marshall, responsable también de Chicago y de esa gran tarjeta postal vacua de título Memorias de una geisha adolece, valga la paradoja, de alma. Sobre todo, de alma felliniana. Vale decir, el invitado principal es el primer ausente. Nada hay en Nine que pueda emular o siquiera recordar el espíritu fílmico de Federico Fellini.
¿Y en qué consiste esta ausencia? Habrá que buscarla en Federico. En sus sueños de una Roma como sólo él pudo filmar (ambos términos -filmar, soñar son análogos dentro del mundo de Fellini), mientras que Nine necesita de la palabra de Sophia Loren para poder expresarlo pero, eso sí, no sentirlo. Nada hay en esta producción fastuosa acerca de la mirada incorrecta y satírica del realizador italiano. Otra vez, entonces, el recurso de la palabra. Como en el caso de las referencias de Nine a la religión católica, por lo demás correctas, medidas y, aunque casi graciosas, incapaces de provocar molestia, rasgo todavía intacto en cualquiera de los films italianos. Además, en el cine fellinesco no se practican moralismos ni prédicas que aleccionen, sino sólo el divertimento peligroso de los sueños. Este riesgo, está claro, queda ignorado por la frivolidad de Nine.
Es decir, la mirada supuestamente crítica sobre la religión o la industria misma del cine ("los productores tienen prohibida la entrada aquí", dirá la vestuarista que interpreta Judi Dench) no son más que elementos decorativos y vacíos. En Nine hay mucho escenario vacío de alma, pero lleno de lucecitas y lentejuelas, mientras que en Fellini era la farsa el corazón mismo del relato. Tanto es así que la música original de Nino Rota permanece hoy intacta, con una frescura imposible de emular, aún cuando mucho haga en su contra la utilización indiscriminada y torpe de la televisión.
Parafrasear el último título de Federico Fellini podría servir al contenido de esta nota. Porque lo que brilla por su ausencia en Nine es, justamente, la voz de la luna. Sí podrá encontrase un número de baile más espectacular que otro. Pero todos a la manera del espectador teatral. Con un escenario en el que la cámara no se permite ingresar. Sólo observar. Nunca participar. Mucho lujo, mucho cuidado escénico, pero nada del circo de la vida con el que Fellini nos propuso escapar para siempre.