Atrapada en el manicomio
Hay algo ideológicamente muy complicado en No estoy loca (2018), película de Nicolás López, con Paz Bascuñan encabezando el elenco, y es el creer, primero, que es una película lo que se presenta, y, segundo, que se puede seguir haciendo humor con misoginia, discriminación y, en este caso, reírse de personas con trastornos y enfermedades mentales, y, también, problemas de fertilidad.
Claro está que se pueden construir relatos sobre cualquier tópico que se desee, y que muchas veces eso de “sólo el humor nos salvará”, es verdad, pero para hacerlo se debe tomar con inteligencia la tarea y no hacerlo desde una repetición de fórmulas y clichés, que no hacen otra cosa que copiar cosas ya probadas comercialmente hasta el hartazgo y denigrar a sus personajes aludiendo a cierta “originalidad” en su propuesta.
Carolina (Paz Bascuñan) es una mujer casada, a punto de cumplir 40 años, y a la que la sociedad, su madre, y su entorno, le comienzan a advertir sobre la imposibilidad de que a su edad tenga hijos y se realice como mujer (?). Allí Nicolás López cree que lo mejor que puede hacer por su personaje es presentarlo como que en el alcohol ha encontrado la solución a todas sus penas, para superar cosas horribles que le dicen todos.
Pero para complicar aún más el relato, cuando su marido le revela que está esperando un hijo con una de sus mejores amigas, nada la haría suponer que terminaría, tras tres botellas de vino, internada en una clínica psiquiátrica en donde se enfrentará a si misma con revelaciones que sólo ella podrá ver. Carolina es periodista, trabaja en una revista muy masiva, está casada hace ocho años, pero aun con este background, de cómo se la quiere presentar, se termina pincelando, desde una fantasía, un Chile que nada tiene que ver con el real y un personaje patético.
Cuando Barbra Streisand, de la mano de Martin Ritt, contaban en Me quieren volver loca (Nuts, 1987) la historia de una mujer acusada de un crimen y que era encerrada por familiares y amigos en una clínica psiquiátrica (porque ya no soportaban sus verdades a los gritos), nada haría suponer que funcionaría, más de 30 años después, como inspiración de una nueva propuesta.
Me quieren volver loca posee un mensaje misógino lleno de lugares comunes y en donde la mujer, principalmente, es denigrada a niveles insospechados de violencia machista y expresiones desafortunadas.
Es asombroso cómo una copia puede ser tan poco fiel a la versión original y eso que no es que No estoy loca sea una “remake” del film de Ritt, pero en la similitud con su historia y en continuar con una línea de relatos que toman a una mujer despertándose, tras años de mandatos y deberes impuestos, como algo fuera de lo común, es que valdría la pena preguntarse sobre qué está pasando en el país vecino con la comedia, las mujeres y el humor.
Trazos gruesos, estereotipos, la salud mental tomada a la ligera, la xenofobia en cada oportunidad, obligando a los actores a decir barbaridades como “mi carrera como contador finalizó cuando llegaron profesionales de países como Bolivia y Perú que no sólo te resolvían las finanzas sino que por el mismo monto además te limpiaban el baño”, configuran un panorama desolador para el espectador.
Golpes bajos, comparaciones desafortunadas (“tu marido es un talibán y vos sos las torres gemelas”) y un elenco que hace lo que puede con su débil propuesta dramática, no hacen otra cosa que reafirmar el estado calamitoso del género en el país vecino, con un humor básico que subestima todo el tiempo al espectador que se atreve a sentarse en su casa a consumir esta película y lo expulsa de la comunicación sagrada del ritual del cine.