Parte videoensayo sobre un capítulo de la historia del cine, parte diario íntimo sobre una obsesión en el marco de una investigación cinéfila, el film de Nicolás Zukerfeld resulta una por momentos absurda y al mismo tiempo fascinante épica por comprobar la veracidad de algo tan insignificante como una mera frase.
La primera mitad de la película es una suerte de análisis de la filmografía de Raoul Walsh. En principio, como una demostración con imágenes de la veracidad de la frase que se retoma desde el título, No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo (en ese sentido hay un minucioso trabajo de visualización y edición sobre todo de sus westerns), y después como una reivindicación más general y abarcadora de la obra del prolífico director de Héroes olvidados, Altas sierras, La pasion manda, Murieron con las botas puestas, Aventuras en Birmania, Su única salida, Alma negra y un largo etcétera.
Luego, con un austero e ingenioso diseño gráfico y la permanente voz en off del propio Zukerfeld (consumado cinéfilo, docente de la FUC y coeditor de Revista de Cine), se inicia una investigación para demostrar si la frase de Walsh realmente existió, si en verdad fue distinta y “se imprimió la leyenda” o si directamente nunca existió.
El director/investigador recurrirá entonces a la ayuda de cinéfilos de distintos lugares del mundo para conseguir fuentes fidedignas sobre los dichos y el pensamiento de Walsh. Un viaje que incluye de Edgardo Cozarinsky a Eduardo A. Russo, pasando por Fernando Ganzo o Lucía Salas, de la revista Variety al corazón de la cinefilia clásica francesa. Todos detrás de una empresa épica, imposible, herzogiana y al mismo tiempo tan sencilla y elemental como una frase, una definición sobre la esencia del cine.