La mirada porteña
¿Cuál es el conflicto de No hay tierra sin mal? El argumental es obvio, centrándose en Ana (Ana Luz Kallsten) y Silvia (Silvia Nudelman), quienes durante buena parte del día comparten el mismo hogar, aunque sus posiciones sociales son diferentes: la primera es la hija de un empresario de Posadas, la segunda es la mucama. Mientras Ana, a pesar de salir con un amigo, no termina de dejar aflorar su sexualidad, atada por su formación religiosa y sus prejuicios; Silvia posee una vida sexual liberada, aunque no tiene una pareja que la contenga.
Sin embargo, el verdadero conflicto lo tiene la ópera prima de Belén Bianco, directora originaria de Posadas pero formada en la FUC. El dilema pasa por la perspectiva: el film sigue constantemente la rutina de ambas mujeres, pero eso no le alcanza para compenetrarse con lo que les sucede, porque la mirada es siempre distanciada, clínica. Ese distanciamiento termina derivando en una contraproducente superficialidad: lo que se termina ofreciendo es un mero diagnóstico de la situación, donde apenas si se perciben los sentimientos de las protagonistas, para arribar a conclusiones socio-antropológicas que no son precisamente originales. Sí, vuelve a hacer acto de presencia la visión porteña del Interior, que observa las diferencias sociales de esa otredad lejana como algo tan abismal como irremediable.
Bianco sabe filmar, eso es innegable: encuadra con precisión, maneja con habilidad los tiempos, es concisa a la hora de narrar, consigue la espontaneidad necesaria de Kallsten y Nudelman, diseña los trazos básicos de ambos personajes sin grandes dificultades. Pero No hay tierra sin mal es más un film de la FUC sobre la sociedad posadeña que una película dirigida por una realizadora que está contando y exponiendo un mundo que conoce desde su propia experiencia. Su recorte es propio de alguien que contempla lo ajeno, lo que está a la distancia, y no lo conocido y cercano. Y ni siquiera se aprecia un descubrimiento, una fascinación ante las vivencias de Ana y Silvia.
No es simple lo que se le pide a Bianco: demasiadas veces en nuestra existencia fallamos en entender verdaderamente a quienes nos rodean, en ponernos al lado de quienes tenemos cerca para comprender lo que les acontece. Pero uno de los deberes primarios de los cineastas es crear personajes y luego entenderlos al máximo, eludiendo las generalizaciones para concentrarse en sus particularidades y subjetividades. Muchas veces el camino indicado para llegar a conclusiones generales implica empezar por lo particular, pero Bianco toma un modelo universal -o más bien, dominante- y lo fuerza en su aplicación a dos seres específicos. Por eso No hay tierra sin mal no termina de contar verdaderamente lo que les sucede a Ana y Silvia. Sólo queda un ensayo que reproduce la mirada porteña ya largamente establecida.