Netflix rompió el chanchito
La fórmula para llegar a la estatuilla tiene, además de un casting de ultra lujo, uno de los tópicos habituales de las películas con aspiraciones doradas: indagar en los pliegues más oscuros de la sociedad estadounidense contemporánea.
Leo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Jonah Hill, Mark Rylance, Timothée Chalamet, Ariana Grande, Cate Blanchett, Meryl Streep. El elenco de No miren arriba muestra que Netflix rompió el chanchito con el objetivo de, finalmente, llevarse para sus vitrinas un Oscar a Mejor Película, un objetivo vigente desde que los ejecutivos de la N roja descubrieron que, aunque pataleen, los premios de la temporada de alfombras rojas de Hollywood dan una cuota de prestigio que ninguna campaña de marketing puede comprar. Estuvieron cerca hace un par de años con Roma, de Alfonso Cuarón, pero con el exotismo latinoamericanista for export no fue suficiente. La fórmula para este nuevo intento tiene, además de un casting de ultra lujo, uno de los tópicos más habituales de las películas con aspiraciones doradas: indagar en los pliegues más oscuros de la sociedad norteamericana contemporánea. No en la discriminación racial, como viene ocurriendo, sino en la relación casi carnal entre los medios de comunicación, las grandes empresas y un sector importante de la población dispuesta a pensar todo lo que digan que tiene que pensar. Una sátira, en pocas palabras, algo de lo que el director Adam McKay sabe bastante, aunque aquí no lo demuestre en su plenitud.
Mucho antes de buscar prestigio y reconocimiento crítico con La gran apuesta y El vicepresidente, McKay fue uno de los realizadores más importantes de la comedia norteamericana de los primeros años del milenio, socio invisible de una empresa artística con Will Ferrell que dio como resultado las dos Anchorman, Talladega Nights, Step Brothers y The Other Guys. Aunque con el ropaje de comedias absurdísimas, casi surrealistas, todas ellas disparaban dardos venenosos con forma de gags contra los pilares fundamentales de la vida estadounidense: el periodismo, con los presentadores adustos como portadores de la verdad, en las dos primeras; el deporte en la segunda; la familia en la tercera y las fuerzas policiales en la última. No miren arriba está mucho más cerca de los personajes “tontos que no saben que lo son” de esa primera etapa, como los ha definido alguna vez McKay, que de la voluntad de denuncia de sus dos películas más reputadas. Una tontería subrepticia que, sin embargo, impregna gran parte de lo que se ve y se escucha, y que recuerda a la de la cada hora más vigente Idiocracia.
Las dos únicas personas cuerdas, los únicos humanos con un coeficiente intelectual por encima de la subnormalidad, son la estudiante de un posgrado de Astronomía Kate Dibiasky (Lawrence) y su profesor Randall Mindy (DiCaprio). En la primera secuencia, ella descubre que el fin del mundo tiene fecha: exactamente dentro de seis meses y catorce días, un cometa de entre seis y nueve kilómetros de ancho impactará sobre el Océano Pacífico, a cien kilómetros de Chile, y generará un cataclismo de proporciones bíblicas que extinguirá a la humanidad. La premisa suena conocida, en tanto fue el tema predilecto del cine catástrofe de fines de los ’90 y hasta hay un capítulo de Los Simpson donde pasa lo mismo, pero todo termina con el cuerpo celeste desintegrándose en la atmósfera, tal como había dicho Homero. Aquí, en cambio, la cosa va en serio: no hay predicción informática que no vaticine un desenlace fatal. Pero el problema es lo que viene después, es decir, notificar la mala nueva a las autoridades y a la sociedad, y luego intentar evitar lo inevitable.
La presidenta (Meryl Streep) y el Jefe de Gabinete (Jonah Hill), que además es su hijo, no les dan mucha bola porque en unas semanas hay elecciones; en el magazine televisivo al que van a denunciar públicamente el desplante gubernamental se los toman para la chacota, convirtiendo a Kate en meme y a Randall en científico “hot” de las redes sociales; la NASA elige a un machote cowboy como encargado de una misión para salvar las papas; el empresario dueño de una poderosa compañía tecnológica intenta evitar la destrucción del cometa por la valía de los minerales que puede haber en su interior; la mismísima presidenta adopta el título de la película como lema negacionista.
El filo satírico de McKay corta situaciones muy parecidas a las que pueden verse día a día, un intento de diálogo con la coyuntura que le imprime al film una pátina tan crítica como obvia. Porque la coyuntura, el puro presente, es lo que más importa en No miren arriba. Mucho más que la comedia.