La era de hielo
María no pega una: es una adolescente triste y solitaria, mal adaptada, tiene un desorden alimentario, problemas con el peso y la imagen y un padre autoritario que le remarca todo lo anterior. Encima en la escuela le hacen bullying y el único que le da bolilla es el novio de su única amiga. No parece raro que termine viendo cómo su reflejo se le revela y la confronta desde el otro lado del espejo. Es el viejo tema del doble maligno, solo que arrancado de los parajes del terror y trasladado al terreno de un suspenso sereno, donde el miedo cede a los requerimientos de la ambigüedad. La cosa es que María parece un caso clínico de manual, pero la película sugiere una incertidumbre: la otra María podría no ser una expresión de la psiquis trastornada de la protagonista, sino alguna clase de fantasma que busca venganza. El relato alterna las pequeñas frustraciones cotidianas de María con fragmentos dispersos de un hecho del pasado: tal vez María haya tenido una gemela cuyo destino se ignora y de la que no quedan rastros, salvo por las pesadillas que atormentan a la madre y que el padre calma con sus saberes de médico. Estaríamos ante la amenaza de uno de esos nenes malditos que retornan al mundo de los vivos para castigar a adultos negligentes. Pero tampoco podemos estar seguros, porque el negocio de Assaf Bernstein, el gimmick con el que cree que puede inyectarle algo de tensión a su película, es una ambigüedad llevada hasta el paroxismo: en pocas palabras, la María mala puede ser a) un espectro o b) una alucinación. A su vez, b) admite dos variaciones: b1) es fruto de los problemas sociales de la protagonista, o b2) es el resultado del trauma familiar sin resolver (¿qué pasó con la hermana misteriosa?). Las tres opciones danzan sin cesar ante el espectador, que debe decidir por alguna: uno quiere, espera, que sea a), es decir, no estar ante otra película que utiliza el terror como “metáfora”, que lo psicologiza, a lo El cisne negro, donde trata de instalarse un enigma similar.
De alguna manera, el director está obligado a someterse a ese jueguito, no le queda otra: No mires no es particularmente sensible a ninguno de sus mundos, ya sea el del drama cotidiano o el del terror contenido. Si la película suscribiera plenamente a una de las dos opciones, se vería en el peor de los escenarios: incapacitada para explotar narrativamente los géneros evocados y, encima, despojada del grado mínimo de misterio que le aporta la incertidumbre. En cierta medida, Bernstein parece perfectamente consciente de sus limitaciones, y por eso se aproxima a sus personajes desde la seguridad que provee una puesta en escena fría y distanciada, una protección contra los compromisos cinematográficos que obliga a asumir el terror o el drama. La falta de destrezas intenta disimularse bajo el filtro de una puesta gélida; algo similar pasa con la ausencia total de pulso narrativo, que la película quiere atenuar con el recurso de la ambigüedad, como si nos dijera: no es torpeza o incapacidad, es la elegancia de la incertidumbre, de lo no dicho, terror para pensar, ¿vio?
El asunto es que en algún momento la película tiene que meterse, sino con el terror, al menos con el suspenso, con los códigos del thriller, y debe mostrar el peligro, la maldad, la muerte, todas cosas difíciles de filmar, problemas que no pueden resolverse con un par de planos distantes y secos. Esa visión glacial le permite a la película construir algunos espacios interesantes, como la casa de María, un lugar enorme, lleno de muebles de diseño, donde el vacío general se lee enseguida como signo de un malestar familiar no pronunciado; y la escuela, enclavada en un edificio modernísimo, hecha de pasillos y habitaciones tan precisas como lujosas, coto de una elite joven y orgullosa que habría podido explorarse más. Lo mismo vale para el consultorio donde el padre realiza toda clase de cirugías estéticas, una estancia enorme y congelada, donde todo parece dispuesto para producir en el visitante silencio y soledad.
Esos espacios quedan ahí, como simples decorados de un relato gris y lánguido para el que nada es motivo de agitación, ya sea un acto de bullying, una persecución en patines por el hielo o un asesinato. María se masturba o tiene sexo y de la puesta correcta y prolija no se desprende nada, ni un poco de calentura (hay un par de desnudos y algunos pezones, pero están cuidados); a María la humillan en público en el baile de graduación, como a Carrie, pero acá no hay sangre, rabia contenida, violencia de los planos, tensión a punto de estallar, solo una escena breve que el director resuelve rápido como quien no quiere la cosa, como si la tarea le pesara e hiciera lo posible por sacársela de encima rápido. Y así todo el tiempo.