No odiarás

Crítica de Guillermo Colantonio - Funcinema

EL MUNDO COMO QUIRÓFANO

Recuerdo dos cortometrajes fabulosos que remiten al miedo social y cultural y a las consecuencias que generan. El primero es de los creadores de South Park y está incluido en Bowling for Columbine (2002) de Michael Moore. Mientras miles de argumentos intentan dar cuenta de las razones que producen hechos trágicos con armas y adolescentes en EE.UU., los autores de la emblemática serie animada lo sintetizan en menos de diez minutos. El efecto es similar al de La carta robada, el magistral cuento de Poe: nadie mira ni busca en el lugar más evidente. El segundo le pertenece a Ettore Scola y se llama 1943-1997 (1997). Los años refieren la distancia temporal que ha pasado para un niño que ha escapado de los nazis y que en el presente ve cómo un muchacho negro corre y se refugia como él en una sala de cine. A modo proustiano, Scola nos ofrece el ritual de ver una película como resistencia al caos en el mundo, donde nada ha cambiado: el miedo propio ahora es el de los otros.

Cito dos formas efectivas, lúdicas y creativas para representar el drama de la violencia cultural, social y racial que continúa como un azote y cuyas raíces son los miedos. Pero presumo que a medida que los problemas se agravan, las formas cinematográficas son cada vez más pobres y uniformes para abordarlas. Lo confirman la cuantiosa cantidad de películas actuales que construyen una idea de mundo como quirófano, esto es, un universo de colores fríos, carente de matices, estéticamente impoluto, donde cada drama es una excusa para sacudir ejercicios reflexivos/morales antes que emociones genuinas. En otras palabras, el cálculo adormece la ficción.

Al inicio de No odiarás, de Mauro Mancini, se produce un contraste. Un padre obliga a su pequeño hijo Simone a meter unos gatitos en una bolsa y arrojarlos al lago. Semejante atentado contra la naturaleza se da en un entorno natural idílico, justamente. Pero la escena, que replica la podrida herencia de la que son víctimas las criaturas, oficia como punto de partida para un cine que privilegia el ejercicio reflexivo por sobre las imágenes o la construcción estética, con pavor ante la desprolijidad. Lo confirma la escena siguiente. Simone ahora es un cirujano, vive cómodamente y suele practicar remo. En una de sus incursiones se topa por azar con un accidente en el que un hombre se encuentra malherido. Cuando se dispone a asistirlo, le descubre una esvástica en el pecho, motivo suficiente para traicionar el juramento hipocrático y abandonarlo a su suerte. Claro, Simone es judío y toma una decisión que le pesará en el futuro más allá de eso.

A partir de allí, la atmósfera de la película se impregnará de una densidad a base de leves movimientos de cámara, silencios y esa cuota de estatismo que suele acompañar a esta clase de historias sustentadas en determinaciones morales. Estamos ante un personaje que comienza a actuar con culpa y que para redimirse contrata como personal de limpieza a la hija del neonazi. Y entonces, el mundo se vuelve un quirófano de texturas azuladas, plagado de frialdad, mientras los dos mundos en tensión se vuelven víctimas y victimarios. Es decir, la mirada que proyecta el director parece conducirnos a que hay una maldad humana innata que excede a las ideologías y a las religiones, y que según las circunstancias aflora con arrebatos de furia suficientes como para odiar, matar e impedir las historias de amor, a priori, inconcebibles. Esto, que también se transmite por herencia familiar, provoca daños irreparables. La Italia de hoy, la de inmigrantes despreciados, la de resabios fascistas y brotes neonazis, es una parte importante del problema. Y ese problema sobrevuela en esta película. El principal inconveniente es la inclusión de artilugios en la trama que rozan lo inverosímil dentro de una pretendida seriedad y de resoluciones oportunistas, forzadas, que dan cuenta de excesos alegóricos y de una acumulación de herramientas tendientes a que vivamos en el mundo/quirófano de la sordidez contemporánea.