EL 9 DEL 9 A LAS 9 PM
En la fecha y hora exacta del título se prevé una catástrofe en el mundo, que duraría tres días y obligaría a los sobrevivientes a permanecer entre las penumbras o en la más directa oscuridad. El disparador argumental de No quiero ser polvo anunciaría una historia con efectos especiales, elenco multiestelar y un discurso de características universales. Pero no: se está ante una producción mexicana (con aportes locales), con un director de solo dos largos y una historia íntima que deriva hacia el planteo temático principal pero que navega entre situaciones que suceden entre cuatro paredes con más de una lectura sobre cuestiones actuales arraigadas a diversos usos y costumbres. Efectivamente, nada de efectos especiales pero sí la noticia (¿acaso una fake news?) de una catástrofe, novedad que se expresa en una comunidad espiritual, estilo new age con venta inmediata de sus productos y entre ejercicios de meditación y yoga. Acá aparece con peso el personaje central, encarnado por Bego Sainz, quien una vez que recibe la noticia aquella que habla de una hipotética desaparición del mundo, modifica el comportamiento familiar y el de sus amistades más cercanas.
Extraña película No quiero ser polvo que en buena parte del relato no recae en frases de manual o poster apocalíptico ni tampoco en esas imágenes tan peligrosas que rozan la trascendencia y caen en la más absoluta ramplonería.
Ya en los primeros minutos, antes de la noticia, vemos una rutina familiar que la cámara investiga con interés y nunca a través de regodeos virtuosos. En esa hora inicial, el sujeto narrador, esa ama de casa desorientada con poco o nulo diálogo con su esposo y su hijo, constituye el centro operativo del relato: desde sus decisiones, consejos, directivas, miedos y temores la película prepara su arsenal final, la catástrofe prevista, el caos y la destrucción, pero siempre contado desde la protagonista como punto de vista.
En ese último segmento, el director Iván Löwemberg estructura un relato dividido en dos. Por un lado, recurre a un sutil uso del fuera de campo cuando se produce la catástrofe: ruidos, silencios, oscuridad, todo ello narrado desde la mirada del personaje. Ya pasado el trance acá sí la película expresa su costado más débil y superfluo, a través de algún texto demasiado “cargado de importancia” valiéndose de algunas imágenes de paisajes paradisíacos que explicarían un supuesto renacer. Sí, lo digo si vueltas: el peor Terrence Mallick, de manera inesperada, se mete por la ventana en el pre y en el final de No quiero ser polvo.
Esos quince minutos no alcanzan a derrumbar el carácter extraño y original que transmite la película.