¿Cómo hablar en serio sobre esta película? O, mejor dicho, ¿cómo decir o escribir algo mínimamente digno de una película que se toma a sí misma a la chacota todo el tiempo, una película berreta, con un humor berreta, que introduce una innecesaria vuelta de tuerca con golpe bajo al final?
Porque una cosa es cuando la berretada se hace cargo de sí misma, la berretada autoconsciente (que no trash autoconsciente, para eso está Waters o Hennenlotter); la otra es la apelación a la berretada como signo especulativo del ridículo (el caso de Bañeros 3: Todopoderosos –Rodolfo Ledo, 2006–, sin ir más lejos) que mira con desprecio las posibilidades del humor popular.
No se Aceptan Devoluciones (Eugenio Derbez, 2013) es una suerte de pésima copia de Un Papá Genial (Dennis Dugan, 1999), esa gran comedia en la que el personaje de Adam Sandler, de la noche a la mañana, se veía forzado a criar a su hijo, de quien había desconocido su existencia hasta ese momento. Un tipo inmaduro, desordenado, mujeriego que, de buenas a primeras, se veía obligado a cambiar radicalmente su estilo de vida, al principio, a regañadientes, para luego terminar encariñándose con el nene.
La premisa de No se Aceptan Devoluciones es la misma. Valentín (Eugenio Derbez, director y protagonista de la película) recibe la visita de una de sus tantas amantes, quien le deja un regalito: una beba, hija de ambos. Valentín, inexplicablemente mujeriego, y también inmaduro y desordenado, viaja a los Estados Unidos con la beba y termina estableciéndose ahí, donde consigue trabajo como doble de riesgo. Lo que al principio era inimaginable, criar a su hija, se termina convirtiendo en la misión más hermosa de su vida, hasta que la madre vuelve para reclamar la tenencia.
Hasta ahí podríamos tener la típica situación del aprendizaje de la paternidad.
Pero no: en el medio y en el final, una enfermedad, el golpe bajo, aunque ni siquiera estaríamos en condiciones de hablar de golpe bajo, teniendo en cuenta el tono idiota que maneja la película durante sus largas dos horas, excepto en los 5 minutos finales. Un tono que va mutando, de manera completamente arbitraria, entre la estupidez absoluta, la comedia física torpe y extremadamente básica y el drama. Lo notable es que mientras las berretadas conscientes hacen que el cambio de rumbo y tono tenga que ver con la liviandad burbujeante de un film “menor”, aquí se siente como un volantazo, como una irrupción forzada.
El problema de ver Rompeportones (Hugo Sofovich, 1998) o Un Argentino en Nueva York (Juan José Jusid, 1998) hoy es que, mientras en aquel momento jamás podríamos haberlas defendido, cuando menos podíamos decir que tenían ese no sé qué de la comedia popular, que no despliega un desprecio propio del gusto por el humor vintage. Humor pasado de época, entonces, humor berreta y tonto, humor barato (no porque el caro sea demasiado efectivo), el gran problema de la película esboza ese desprecio cultural que varios productos mainstream latinoamericanos muestran: que si se puede mantener el lugar común cultural de lo que se pretende de las comedias de los países de origen no hace falta molestarse mucho por mejorar.
El humor vintage y elemental de No se Aceptan Devoluciones, en su intrínseca celebración de que la risa solo puede provenir de la estupidez previsible del humor popular latinoamericano, da cuenta de la distancia gigante, cada vez más pronunciada, entre el mainstream estadounidense y las formas subdesarrolladas al sur del Río Grande: acaso sea la mejor manera de convencernos de que la comedia siempre fue americana, pero del norte.