¿En serio?
No se aceptan devoluciones es una de las películas más insólitamente mediocres que uno, desde su subjetividad más elemental, pudo haber visto. Cuando se plantea que una película quizá está movilizada por un subtexto conservador para nada disimulable, que subraya su ideología arcaica constantemente, uno está tentado de olvidar temporalmente el subtexto y hacer caso a la narración o algún aspecto formal. Pero no sólo no se puede olvidar, ya que la película se supera a sí misma constantemente en cuanto a planteos reaccionarios, sino que además no se destaca en prácticamente ningún apartado. La estética televisiva con un montaje desprolijo, zooms toscos dignos del prime-time que tenemos que padecer en la televisión local, gags poco creativos y mal rematados, actuaciones esquemáticas, elipsis arbitrarias y, lo más increíble, una serie de golpes bajos hacia el final que pretenden darle un tono dramático, hacen que este esfuerzo del mexicano Eugenio Derbez (¡admirado por Adam Sandler!), pase a situarse como una de las peores películas del año.
Valentín es un chico miedoso. Su padre le hace enfrentar los miedos con la terapia más primitiva que uno se pueda imaginar, pero bueno, un padre es un padre. Estos miedos lo persiguen en su vida y extrañamente los lleva al campo de los vínculos. Como adivinarán, Valentín (Derbez) es un chico inmaduro que se tornó un mujeriego que no acepta el compromiso porque, claro, es razonable pensar que el miedo al compromiso es lo mismo que el miedo a la muerte, el peligro o los perros. Este frenesí de mujeres y excesos inmorales que lo alejan de la buena familia cristiana con hijos, será golpeado de frente cuando una mujer salga de la nada y le deje un simpático bebé del cual sería el padre. Haciéndose cargo de la situación, Valentín se dirige hacia Estados Unidos para ir a buscar a la madre de la niña, pero termina criándola en solitario en ese país debido a que no puede retornar a México sin encontrar a la madre. Días, semanas, meses, elipsis por favor, y la niña ya quiere a su madre, necesita verla a pesar del mundo de fantasía que le creó su padre, que explicaría su ausencia. Sumemos una educación consentida y la incalculable cantidad de juguetes con los que cuenta y veremos un indicio de que ahí hay algo más que el director nos oculta o lo mantiene con cierta sutileza. Por supuesto, al final resuena con fuerza por el ridículo que expone. Pero volvamos a la madre. Tras infructuosos intentos de búsqueda ella aparece y, para no contar mucho más, diremos que la homofobia y otros elementos igual de simpáticos brillan en la película hasta el lamentable desenlace. Vaya camino que Valentín hizo hasta que se lo ve realizado y golpeado “por la vida”, caminando de blanco por la playa.
Esta linealidad argumental, que destruye cualquier virtud narrativa o actoral por más pequeña que sea y que tiene quizá en algún chispazo de Derbez y la jovencísima Loreto Peralta algún momento digno, es una llanura sin ningún tipo de relieve condenado a la previsibilidad. Y en el medio de este mejunje hay un cuento de autoayuda que resurge al final con una torpeza admirable (en la misma línea, Maktub está a años luz) y nos deja pensativos sin creer lo que acabamos de ver. Definitivamente, un estreno olvidable al que hay que tenerle miedo, mucho miedo.