La niña de mis ojos
Aunque el título pueda llamar a engaño, no se trata de una advertencia al público de que no se le va a retornar el dinero en caso de que no le guste la película, aquí nos hallamos ante una condescendiente dramedy familiar que arrasó desde su estreno en la taquilla mexicana, rompiendo récords en cuanto a beneficios se refiere (frente a un presupuesto de cinco millones de dólares, el film logró recaudar la friolera de más de ochenta y cinco) y convirtiéndose en la primera película mexicana en llegar a los mil millones de pesos mexicanos a nivel mundial, catalogándose incluso por encima de la celebérrima Nosotros los nobles (Gary Alazraki, 2013) a la que arrebató el puesto.
La propuesta cuenta con todos los tics y componentes propios de este tipo de cintas: protagonista un tanto torpe pero de enorme corazón; una niña guapa, pizpireta y más lista que el hombre, que todo hijo de vecino querría tener como hija; y una trama que combina equilibradamente situaciones más o menos cómicas y otras de marcado carácter melodramático. Todo bien medido y marcado con el único objetivo de llegar a conmover y convencer al mayor número de audiencia posible. Uno de esos trabajos que lleva tatuado desde su génesis el calificativo de para todos los públicos. ¿Pero esto que decimos es realmente así? Quien suscribe estas líneas cree que no, que si bien una amplia mayoría de espectadores se encuentra en su salsa cuanto menos se le exige en una sala de cine, existe otra menos concurrida a la que le gusta el riesgo creativo y los terrenos por explorar que te lleven a reflexionar, y en definitiva a vivir una experiencia diferente a lo acostumbrado. Este segundo grupo ni se debe acercar a los cines donde se proyecte No se aceptan devoluciones, un ejercicio con un nivel de azúcar y almíbar demasiado elevado para no llegar a ser perjudicial para la delicada salud cinéfila.
El principal responsable del film, Eugenio Derbez, no esconde en ningún momento sus cartas: ya desde buen principio nos narra las peripecias de un viva la virgen con un alto índice de éxito entre exuberantes mujeres quien de la noche a la mañana verá mutada su donjuanesca vida cuando una de sus antiguas conquistas se presente en su apartamento con el fruto de su nada consolidado amor. Así, sin comerlo ni beberlo deberá lidiar como padre responsable y su posición de tarambana perpetuo quedará como un amable recuerdo. Así Valentín, que así se llama el personaje principal interpretado por el mismo director, pasará de la presumida libertad al convencionalismo más bostezante. Es precisamente en este momento de inflexión en el desarrollo argumental cuando entran en escena todo un arsenal de recursos vistos una y mil veces y que supuestamente buscan, de la manera más ruin y predecible, llegar a lo más hondo (y a la vez a lo más superficial) del -de antemano- entregado espectador.
Si bien algún momento puntual no deja de tener su gracia y Maggie, la niña que funciona como eje de la acción, sorprende por sus dotes interpretativas innatas pues se trata de su debut en el terreno del largometraje (sin lugar a dudas lo mejor de la función, con una capacidad sorprendente para su corta edad de emocionar y enternecer fuera de lo común), se opta en la mayoría de ocasiones por utilizar un tipo de gag facilón, ordinario e incluso en momentos puntuales hasta escatológico, que fuerza la risa del menos riguroso y consigue fruncir el ceño a cualquiera que guste de un humor un poco más inteligente. A todo ello hay que unirle ciertos guiños, podríamos decir que cantinflanescos en el rol principal en los que desde luego la platea mexicana habrá visto un sincero homenaje al actor más grande de la historia de su cinematografía (ya veremos si entre nosotros los mohines y dislates dialécticos obtendrán el mismo efecto desternillante).
Las secuencias se suceden y transitan a empujones desde la comedia pura del primer tramo, pasando por un punto de inflexión melodramático en su parte central, justo cuando parece que los lazos paterno-filiales van a llegar a romperse del todo debido a una serie de circunstancias que aquí no develaremos (pero que a muchos recordarán como remedo descafeinado de aquella mítica Kramer versus Kramer, de Robert Benton, que tantos torrentes de lágrimas llegó a provocar a finales de la década de los setenta). Por último, y coincidiendo con el segmento terminal (spoiler involuntario) del film, Eugenio Derbez apuesta sin tapujos por perlar los ojos con el drama más lastimero (aquí sí que es aconsejable y preferible tener los kleenex a mano, pues los giros de guión tan cafres que nos tiene reservado el remate de la función provocarán el derrumbamiento emocional del más duro).
Del cine salimos con un auténtico nudo en el estómago. Menos mal que al cuarto de hora ya no te acuerdas de nada, pues las dos horas largas de metraje saturadas de escenas superficiales, diálogos de baratillo y actuaciones de TV movie de sobremesa dominguera no caben de llevar a engaño. Habrá quien pensará que ha visto una buena película, tan sólo porque haya sido capaz de emocionarse e incluso de reír a pierna suelta con las gracias del resuelto y químicamente intachable dueto protagonista. Pero para nada el fin debe de justificar los medios, y aquí se busca y se encuentra de manera descarada y con muy poco tacto abusar del sentimentalismo más primario y elemental y de la sensibilidad ajena.
El que no se deje engatusar fácilmente ni por lo cruel del epílogo ni por el brutal giro de guión final, pasará página enseguida y buscará propuestas mucho más enriquecedoras y con mucho más cine en su interior.