Imperdonable crimen de lesa cinematografía
Dirigida y protagonizada por el comediante mexicano Eugenio Derbez, No se aceptan devoluciones es uno de esos casos en los que la fama (o el prontuario) precede al sujeto. Se trata de la película latinoamericana más vista en Estados Unidos en toda la historia del cine, un dato nada despreciable, aunque en una crítica ese tipo de detalles importen tan poco como al film de Derbez parece importarle lo que la crítica pueda decir de él. En todo caso, es un tema que debe debatirse en otros (y mayores) espacios.
No se aceptan... no es otra cosa que un cadáver exquisito en el que es posible encontrar mil y una fórmulas ya probadas con éxito e institucionalizadas en todo el mundo a través de centenares de películas y productos televisivos. La historia del vago irresponsable que de forma inesperada debe hacerse cargo de un bebé es tanto o más vieja que el cine. Una ocurrencia que suele rematarse con el retorno de la madre que, años después, cuando hombre y niño/a ya se han convertido en una pareja encantadora, vuelve hecha una bruja para reclamar lo que le pertenece. De Chaplin para acá, cineastas de todos los colores han realizado variaciones de esa idea, en un ciclo de repeticiones que parece nunca llegar al hartazgo.
Mezcla de novelón lacrimógeno de esos que interpretaba Andrea del Boca antes de cumplir los 12 con comedia sensiblera en la que el protagonista choca contra una cultura ajena (basta recordar Un argentino en Nueva York, de Juan José Jusid), No se aceptan devoluciones no muestra nunca el menor atisbo de vergüenza, ni propia ni ajena, por su pereza manifiesta. Por el contrario, elige narrar a través de un humor elemental y pocas veces noble, camino por el cual consigue pocos y modestos momentos de gracia genuina. Lo grave es que esa desidia, como se ha dicho, es producto de una elección, un recurso de marketing, una estrategia “creativa”. Porque Derbez (a quien algunos reconocerán como el fan trainer que le lava la boca al Tano Pasman en una publicidad de pasta dental) sabe bien que tiene el negocio servido haciendo llorar o reír a una niña bonita en cámara, repartiendo patadas para todos –de ésas que buscan impactar una y otra vez las zonas blandas en los momentos precisos– y, sobre todo, apelando a estrujar el corazón de sus compatriotas en la diáspora. Es justamente ese accionar a conciencia lo que hace de su película un crimen imperdonable de lesa cinematografía.