Pasado de rosca.
No se lo digas a nadie tiene más giros de guión que El origen, El secreto de sus ojos y toda la filmografía de Shyamalan juntos. Como en los ejemplos mencionados, las vueltas de tuerca en la película de Canet no responden a la lógica de la narración sino a la voluntad manipuladora del director. Todo suena falso desde la escena de apertura: el drama se instala mediante un torpe montaje paralelo entre un casamiento y un entierro, que incluye un imperdonable plano final dentro del crematorio. A medida que la película avanza, las situaciones se tornan cada vez más forzadas y es necesario que el protagonista explique y subraye todos los giros arbitrarios del relato para que nadie se quede afuera.
La película acumula los signos exteriores de riqueza como una gran dama cubierta de joyas. La inversión millonaria se refleja en una estética prolija y lustrosa similar a la de las grandes producciones hollywoodenses y en un elenco poblado de estrellas. El módico placer de asistir al desfile de actores consagrados se diluye entre los límites bruscos del guión y el abuso de unos primeros planos poco inspirados. Como una suerte de provocación al espectador, Guillaume Canet (actor de moda devenido director) le asigna a cada una de estas caras conocidas un rol secundario alejado de los habituales en su carrera. Pero lejos de ser una audacia, el jueguito no hace más que acentuar lo inverosímil del conjunto. El único acierto tal vez haya sido confiarle el personaje principal a un eterno segundón como François Cluzet, que sostiene una actuación realista incluso cuando unos mafiosos de buen corazón acuden en su ayuda y la película bordea lo risible. No se lo digas a nadie es un thriller de qualité, un bodoque a medio camino entre la intriga rebuscada y el drama anodino.