Cuando nada es lo que parece ser
El prólogo de No se lo digas a nadie puede llamar a engaño. Esas sonrisas y el chocar de copas del inicio muestran los únicos momentos de felicidad de los personajes, en especial, el del matrimonio de un reputado pediatra (Francis Cluzet) y su esposa. A los pocos minutos, surgirá la tragedia y, ocho años después, comenzarán los interrogantes sobre el hecho luctuoso. Ocurre que, por medio del envío de mails, el pediatra descubrirá o no, quién sabe, que su mujer no murió.
Contar las mil vueltas de tuerca de la película sería una falta de respeto para el lector, pero también, una proeza imposible de sintetizar en estas líneas. No se lo digas a nadie es un policial en el que nada es lo que parece ser, donde la trama irá acumulando a una multitud de personajes (familias, policías, marginales), como si se tratara de un juego de cajas chinas atractivo de ver, pero demasiado enroscado en sí mismo, gratuito por momentos, que hasta necesita recordar en muchas ocasiones por dónde viene la historia.
Sin conocer la novela de Harlan Coben en la que se basa la película, las idas y vueltas del relato recuerdan a los argumentos policiales teñidos de psicología familiar de Guy des Cars, aquel escritor bestseller de los años cincuenta y sesenta. En ese punto, el film gana en interés por su acumulación de tramas y subtramas en las que se revuelve un pasado familiar. En oposición, resulta injustificada su duración, más aun cuando algunas escenas están contadas a través de una estética videoclipera, que incluye hasta la voz de ¡Bono!
En pocas palabras, un ejemplo de cine mainstream… de origen francés.