Policial francés que riza demasiado el rizo
Pasaron ocho largos años y el doctor Alexander Beck, médico pediatra, no se habitúa todavía a la muerte de su esposa. No es para menos. La mataron en plena juventud, a orillas de un lago que era el escondite secreto de la pareja desde que eran niños. Para la policía, el caso está cerrado: el autor habría sido un asesino serial, que confesó ser el autor de otros crímenes cometidos en la zona. Pero no precisamente ése... Por eso hay un inspector de policía que todavía duda y que cree que Alex puede llegar a ser sospechoso. Para colmo, Alex anda demasiado nervioso: una serie de mails que recibe de una casilla anónima le hacen suponer que su querida Margot está viva. Y lo está buscando.
Policial de qualité, de producción generosa y un lustroso elenco, encabezado por algunos habitués del cine de Claude Chabrol (François Cluzet como el marido, François Berleand como el comisario) más varios nombres con brillo propio (Kristin Scott Thomas, Nathalie Baye, Jean Rochefort, Jalil Lespert), No se lo digas a nadie es el segundo largo del actor devenido director Guillaume Canet. Basada en un best-seller de Harlan Coben que llegó a vender más de seis millones de copias en 27 idiomas, la película en su momento (data de hace cuatro años) fue todo un éxito de público en Francia, donde seguramente los nombres en las marquesinas importaron más que los vaivenes de su relato.
Al director y adaptador Canet (que se reserva para sí como actor un personaje particularmente desagradable y vinculado con su historia familiar, ligada a las clases altas y la cría de caballos) le lleva casi 130 minutos desenrollar la intrincada madeja de la que está hecho su trama. No es para menos, considerando que hay demasiados personajes dando vueltas alrededor de un viudo que quizá no sea tal. Desde el padre de la víctima (Dussolier), inspector de policía retirado, hasta una sofisticada lesbiana (Scott Thomas) que vive con la hermana menor del pediatra (Marina Hands), hay un poco de todo, como esos mafiosos de suburbio, burdos estereotipos de la inmigración, que salen a los tiros en ayuda del doctor, enfrentándose a la policía y a otra banda mafiosa rival, por razones más bien forzadas.
Ahí está el problema: No se lo digas a nadie es esa clase de película donde cada giro del guión (y son muchos) no responde a una lógica de los acontecimientos, sino a la voluntad de manipular al espectador, un poco de la misma manera en que el protagonista se siente manipulado. El capricho y la arbitrariedad se van imponiendo paulatinamente, hasta la inverosimilitud absoluta. El punto de partida sin duda es promisorio, pero no tarda en desbarrancarse, como si el secreto de un buen polar –como llaman los franceses al policial– ya hubiera sido olvidado por quienes deberían continuar la tradición de Melville, Sautet y compañía.