Puro vértigo y ligereza, con corridas y escapadas milimétricas que hace la mayoría del metraje muy disfrutable. Luego el rulo se enrula demasiado y la película decae.
Con mucho de Hitchcock y varias lecciones aprendidas del típico thriller de inocente huyendo al estilo El fugitivo, la francesa No se lo digas a nadie es, a pesar de su metraje excesivo, un atractivo film de suspenso donde sobresale la mano del director Guillaume Canet para contar una enorme cantidad de hechos con el timing necesario y sin confundir al espectador. Aunque, claro, contó con un elenco de notables aún para cubrir personajes menores, que le garantizaron gran solidez en cada una de sus secuencias: François Cluzet, Marie-Josée Croze, André Dussollier, Kristin Scott Thomas, François Berléand, Nathalie Baye, Jean Rochefort. Pavada de casting.
No deja de ser curioso con el visionado de No se lo digas a nadie el hecho de que, aún teniendo una historia muy rica en policiales (con Jean Pierre Melville como máximo referente del polar), los actuales directores galos se acerquen al género con una estructura deudora del policial americano. Aquí Canet deja cualquier atisbo de reflexión o introspección, para saltar directo a la acción, con giros y más giros que irán enroscando la trama hasta complejizar definitivamente el entramado. La apuesta, antes que a la lógica, está apuntada a sostener el ritmo narrativo, disparando subtramas y desplegando personajes.
Hace ocho años que la esposa del médico Alexandre Beck (Cluzet) murió horriblemente. Sin embargo, la causa se reabre y Beck recibirá un mail donde puede ver a la supuesta difunta, andando por la calle. A partir de ahí Canet irá enrulando el rulo cada vez más, pero con la virtud de sostener el punto de vista de su protagonista, como para que el espectador se identifique. Puro vértigo y ligereza, con corridas, escapadas milimétricas y demás, que hacen que 90 de los 130 minutos se pasen velozmente y sean muy disfrutables.
Pero No se lo digas a nadie tiene sus problemas, y estos se amontonan en la última media hora, justo al momento de las resoluciones. Por un lado, Canet enrula demasiado el rulo hasta cansar al espectador; por el otro, la resolución será demasiado oral, en una secuencia que se opone al resto del film por su ausencia de ritmo y movilidad. Lo que allí se conocerá -sin adelantar nada- es un entramado de perversiones en el estilo de la saga Millenium: una Europa poderosa y perversa que actúa totalmente impune. Una pena ese final que desmerece lo que hasta entonces era un entretenimiento de esos que piden más a la emoción que al intelecto.