¿Quién mató a Margot?
No se lo digas a nadie es una adaptación pomposa de una novela de Harlan Coben del mismo título que bien podría ser un ejemplo perfecto para una clase de historia del cine de lo que los primeros críticos de los Cahiers du cinéma denominaron “cinéma de qualité”, aunque aggiornado a nuestro tiempo. Se trata, en efecto, de ilustrar en imágenes una novela, convocar a un gran elenco, hacer ostensible un despliegue técnico y sintetizar en cada plano la magnificencia de su estética.
Además de las infinitas vueltas de tuerca, también sobrevuela una voluntad de poblar el relato con ciertos íconos del multiculturalismo galo contemporáneo. El exceso casi siempre es una confesión encubierta. Naturalmente, si uno se deja llevar por el relato, fluido y supuestamente intrincado (aunque explicado en el desenlace hasta los últimos detalles), se podrá experimentar la ilusión de estar ante un producto inteligente. Un pediatra ha perdido al amor de toda su vida, Margot, brutalmente asesinada unos ochos años atrás; pero quizá no esté muerta, o tal vez el asesino no sea otro que su esposo, un hombre amable, capaz de ayudar a sujetos marginales y visitar a los padres de la difunta en cada aniversario de su traumático deceso.
Un par de e-mails, la inocencia de un asesino serial respecto del caso cerrado de Margot, una nueva investigación policial, adulterio, drogas, violencia doméstica, una banda de mafiosos, un aristócrata inescrupuloso, un padre sobreprotector son algunos de los elementos que dinamizan un relato cuya única fórmula es inequívoca: las apariencias engañan.
Una persecución magnífica por las calles de París en la que el pediatra demuestra sus dotes de atleta es quizás el mejor momento de un filme cuyos flashbacks sentimentalistas, secuencias musicales no muy lejanas al videoclip, planos de grúa y travellings reiterados recargan formalmente un guión sobrescrito.
Se ha insistido en que No se lo digas a nadie remite a El hombre equivocado de Alfred Hitchcock. En aquel filme, un hombre inocente deviene en culpable. Aquí se copia la premisa, pero, a diferencia de Hitchcock y todas sus películas de intriga y suspenso policial (en donde no importaba quién fue el asesino sino el conjunto de relaciones que se derivan de un crimen en función de explorar la transferencia de la culpa, los meandros de la psique y modestamente alguna que otra cuestión teológica), en el segundo filme de Guillaume Canet lo único que importa es saber quién fue el asesino.