De maneras imprevistas, la renovación semanal permite todavía alguna fisura. Una oxigenación que logra, a veces, un respiro entre tanta película parecida. Es así cómo ha venido a instalarse el cine de terror surcoreano, fundamentalmente desde esa película notable que es Invasión Zombie (Train to Busan), cuya respuesta de público abrió las puertas a más títulos. En esta vertiente se inscribe Mimic: No sigas las voces. (Y acá, si se permite, viene la digresión, porque el título elegido para su distribución no está nada mal, ya que dialoga de modo irónico con otro tipo de espanto, instalado y peor que cualquier previsión: el doblaje. De esta manera, la película coreana conoce la mayoría de sus funciones en castellano. Por las dudas, la calificación es para mayores de 16 años. Apenas un síntoma, lamentable por donde se lo mire, del estado de las cosas, sean éstas cinematográficas y/o sociales.
La del cine de terror coreano es una estela bienvenida, por dar cuenta de las otras y varias maneras que el género conoce. El caso de Mimic: No sigas las voces es buena muestra, a partir de una historia signada por una tragedia familiar que promete carcomer los ánimos y afectos. En principio, el film de Jung Huh (director de Las escondidas, de 2013) ofrece un prólogo que obliga, literalmente, a agarrar la muerte con las manos. El impacto del cuerpo del perro sobre el parabrisas aumenta la tensión ya existente en la pareja. Es de noche en el bosque, y el destino del viaje está detrás de un alambrado. Allí existe un ingreso tapiado, y sobre estos ladrillos se golpea con una maza. ¿Qué guardan esas entrañas? ¿Qué extraño hálito proviene de la oscuridad? De todo ello quedará un resquicio con forma de rectángulo, a raíz de un ladrillo faltante que oficiará como agujero negro y ojo vacío.
Esta referencia es nodal, porque permitirá estructurar la puesta en escena. El motivo geométrico no sólo se reiterará como recuadrito que escapa a los espejos amordazados (como si de aplicarles una mortaja se tratara), que pululan a lo largo de toda la película, sino también en el cuidado de los decorados y encuadres, que replicarán este rectángulo desde una omnipresencia. Con esta cobertura ominosa ‑disfrazada de encuadre prolijo, calculado, casi hermoso‑ lo que se perfila es un malestar creciente.
Si la pareja del inicio enfrenta un dilema (maléfico, mortal), quienes siguen y acompañan el argumento principal serán réplica simétrica. La reiteración figurativa esconde una misma historia. De la primera pueden intuirse aspectos, en la segunda los detalles son más significativos, aunque tampoco puedan aclararse de modo taxativo, al menos desde una primera instancia. En todo caso, de lo que se trata es del trauma que una pareja atraviesa tras la pérdida de uno de sus pequeños hijos. La abuela, por su parte, no está bien de la cabeza, o al menos es eso lo que se cree. Ella, de hecho, fue una de las protagonistas del suceso trágico (algo que el film sabrá cuándo narrar, y de modo sesgado). Pero la abuela esconde otros matices, que dicen de manera más profunda, como si supiera algo que ya no puede describir o decir. Por otro lado, hay una anciana ciega que se les aparecerá a estos padres en crisis, con una alerta en ciernes: la puerta está otra vez abierta, les dice; el ingreso o egreso de ese otro lado ‑la cueva‑ nuevamente sucederá.
De esta manera, hay un límite que se traza entre la oscuridad y la luz, con personajes cuya vista dañada y ánimo trastocados evidencian haber visto o sentido lo que no se debía. Allí las marcas en el cuerpo, como recuerdos que no se olvidan ni debieran referirse. De todos modos, la anciana ciega sabrá explicar la historia de un demonio adorado por magos. Uno de ellos, devoto, se volvió su huésped, un cuerpo que el demonio habrá de habitar para luego reiterar otras víctimas. Allí, entonces, la hija del mago, receptáculo preferido por su alma pura.
Es desde esta niña cómo la maldición se propaga. Tan dulce y pequeña, que difícilmente podría decirse guarde consigo algo indecible. Su aparición será, justamente, a la mamá, quien le dará cobijo en el hogar, y en la habitación contigua a la de su propia hija. Este efecto espejado tendrá consistencia durante todo el film, mientras la niña misteriosa no dice palabra hasta que decide repetir lo que escucha. La absorción del lugar, de sus costumbres y afectos, comienza.
Lo extraordinario es cómo el film narra mientras introduce ambigüedad. Porque la niña maldita tiene, además de candor y timidez, un cuerpo golpeado, lacerado; está perdida. No sólo oficia como duplicación de la hija verdadera (de quien adoptará, de hecho, el mismo nombre) sino también como sustituto progresivo del hijo que ya no está. A la vez, las lágrimas de la pequeña sucederán cuando algo torcido deba ocurrir, alterando la simpatía/antipatía que sobre sí podrían suponerse.
Así como sucede con los insectos que no pueden evitar dirigirse a la luz eléctrica que los mata ‑imagen que el film reitera‑, otro tanto sucederá con ese foco de atracción que supone la cueva hundida en el bosque. Dentro suyo descansa la resolución del misterio, pero también la sujeción respecto de una pena que no podrá diluirse. Habrá que estar atento a estas cuestiones para entender no sólo el comportamiento de los personajes "vivos", sino también el de los fantasmas que por allí rondan.
En otras palabras, ¿desde cuál lado del espejo se está narrando la película? Hay indicios suficientes como para suponer que se trata de un acento indistinto.