Desde los tiempos de Cleopatra, con el romance explosivo de Elizabeth Taylor y Richard Burton y las cuentas en rojo de la Fox, que no existía un fenómeno semejante: una película precedida por un remolino de chusmerío y maledicencia que condicionó al público y a los críticos frente a lo que finalmente apareció en la pantalla. Sí existió en este tiempo de redes sociales y fanatismo desmedido la excesiva expectativa frente a experiencias que luego resultaron frustradas, pero nunca una cantidad obscena de rumores, peleas y escupidas inventadas, despidos desmentidos, exposición de audios privados, memes de la conferencia de prensa de un festival y miles de etcéteras. No te preocupes cariño viene anticipada por todo aquello y mucho más, y en parte, la expectativa que generó tiene más que ver con confirmar o no en los fotogramas el supuesto desastre que se libró detrás de escena que con disfrutar de una película, o determinar si es buena o mala por sus propios méritos.
No te preocupes cariño es la segunda película de Olivia Wilde, quien debutó hace tres años en la dirección con La noche de las nerds, una muy buena comedia adolescente que sacudió los límites de aquel género alejado de la popularidad de otros tiempos. Desde entonces, Wilde demostró su personalidad tras la cámara, y con ella el atisbo de un ego que parecía poder sostener con las obras que vendrían. Lo que sin lugar a dudas viene a confirmar su nueva película es esa decisión de hacerse presente tras la cámara –más allá de reservarse un importante personaje delante de ella- desde el mismo concepto de puesta en escena.
La vida idílica en una comunidad salida del modelo de confort de los años 50 se construye como una escena musical en la tradición de Busby Berkeley: planos cenitales desnudan esos caleidoscopios suburbanos en los que los maridos se despiden de sus esposas en las puertas de las casas color pastel, se suben a sus autos mientras saludan sonrientes y parten hacia la vida laboral que les espera. Wilde conjuga en esos minutos citas y guiños al melodrama sirkiano, a las distopías que siguieron al proyecto Manhattan, a las alucinaciones de La naranja mecánica, a la publicidad de la Madison Avenue en los tempranos 60, todo con una música pegadiza y envolvente que marca el gesto de acercamiento a esta historia.
Ese pintoresco barrio cerrado al estilo ‘The Stepford Wives’ es la perfecta encarnación del Proyecto Victoria, un modelo urbano experimental situado en pleno desierto donde esa comunidad vive su utopía. Jack (Harry Stiles) y Alice (Florence Pugh, impecable) viven la suya propia: un romance apasionado en forma de matrimonio, sin hijos y con el deseo renovado cada día; el sexo sobre la mesa de la cocina, el Martini de la tarde, los sueños de una felicidad posible. En el día, Alice cumple sus rutinas de ballet, limpieza y chismes con las vecinas, siempre con un mandato en mente: no salir del perímetro de Victoria. El desierto y el mundo más allá están prohibidos. Pero un día, una de las obedientes esposas se escapa de su rol asignado, comienza a hacer preguntas y aquella fachada impoluta se rasga como un delicado velo.
Wilde construye con paciencia y precisión ese progresivo deterioro de la realidad de Alice, un espejismo cuyos contornos se deforman, se oscurecen, se tornan abismales. Quien gobierna aquel sueño de éxito y progreso es Frank (Chris Pine), una especie de gurú sectario con aires de Ken y algo del Jon Hamm de Mad Men que conduce a sus ovejas con paciencia y rigor, evitando el peligro de cualquier infracción.
Todo el vigor que Wilde le impone a la construcción de esa burbuja que luego va a destruir se dispersa con el correr de la historia; algunas escenas se tornan repetitivas, el rol de la mujer modelado en la sumisión se resiente como premisa evidente. El notable virtuosismo de su puesta en escena –y de la fotografía de Matthew Libatique inspirada en El cisne negro- se muestra cada vez más calculado, la distopía se desplaza a un drama bergmaniano de la era Kennedy.
Sin embargo, hay una idea valiosa bajo su búsqueda, quizás aquella que mayor escándalo puede despertar en esta era, incluso más que los romances en el set y los desplantes por los salarios. Es su certero ataque a la nostalgia, aquel pulso que define muchos de los consumos culturales del presente. El retrato que presenta No te preocupes cariño de aquellas sociedades perfectas del pasado no es tanto una crítica retrospectiva como un golpe demoledor a la idealización contemporánea. Los mecanismos se repiten, intactos, vigorosos incluso en esta era cínica y digital. Su blanco es menos el artificio detrás de aquellas utopías de posguerra que la deconstrucción del modo de concebir hoy esos sueños de felicidad, ese anhelo de un mundo ideal.