No te preocupes, no irá lejos es una película que se ve fácil: la historia de John Callahan, humorista gráfico que encuentra su oficio después de sufrir un accidente y quedar cuadriplégico a los 21 años, parece contada con una serenidad atípica. Van Sant toma distancia de las estridencias dramáticas de ese tipo de películas y a la suya le imprime un tono calmo y contenido que transforma la tragedia de Callahan en algo así como un relato de autoayuda cool que no le exige al espectador una gran inversión afectiva, que no le pide que sufra a la par de su protagonista (propuesta infrecuente, pero que Van Sant conoce bien: después de todo, Elephant era eso, una invitación a explorar desapasionadamente y sin sobresaltos el mundo joven y vital en el que se gestaba imprevistamente la masacre de Columbine).
Pero debajo de esa superficie serena hay una película que trabaja a tiempo completo y un director que realiza ingentes cantidades de esfuerzos. Parece un chiste un poco cruel, pero No te preocupes… no para de moverse y de hacer cosas, justo como su protagonista, que está paralizado pero que se desplaza de un lado a otro a altas velocidades en su silla de ruedas eléctrica. Moverse acá quiere decir ir y venir entre registros, jugar con los tiempos del relato, alternar géneros, prometer soluciones narrativas para luego quebrarlas. El tono contenido de la película surge como resultado de esa gimnasia que no siempre está a la vista, pero que es su condición de posibilidad. Por ejemplo, para sentar una posición ante el tema de la discapacidad, No te preocupes… oscila entre una autoconciencia con un poco de humor negro y el drama más desembozado de las catarsis públicas de Callahan. El arte del director consiste en tomar esos dos polos y, como si fueran pelotas de colores, hacerlas girar en el aire sin parar hasta que una y otra se confunden y pierden sus contornos. Así es posible encontrarse con momentos en los que el protagonista, hundido en su silla, cuenta cómo fue abandonado por su madre y cómo nunca pudo dar con ella, pero también con escenas en las que Callahan se divierte escandalizando a otros con dibujos en los que se burla de negros, judíos, discapacitados o lesbianas. Parece que Van Sant se impusiera la meta de poner a convivir en una misma película un libro de Irvin Yalom con un capítulo de South Park, sumándole al conjunto algunos embelecos inconducentes como la animación de las viñetas de Callahan, la disposición vertical de flashbacks (la pantalla se desplaza hacia abajo y scrollea los recuerdos) o los numerosos saltos narrativos y los raccords que enlazan con insistencia momentos muy distantes de la historia (aunque esto felizmente disminuye a medida que la película avanza).
Una de las fortalezas de No te preocupes… es Joaquin Phoenix, al que se lo ve más a gusto que nunca haciendo a uno de esos personajes atormentados y mal adaptados que deben redimirse mediante alguna clase de reeducación (en The Master fue la cienciología, en Los amantes era una terapia común, acá se trata de un grupo de alcohólicos anónimos capitaneado por Jonah Hill en plan gurú posmoderno, que el actor compone con la misma discreción que en Maniac). Phoenix y Van Sant vuelven atractivo el personaje de Callahan mediante una rara operación de vaciamiento: fuera del alcoholismo, el accidente y de sus secuelas, al comienzo no se sabe mucho de él. Conforme avanza el relato la cosa no cambia demasiado, aunque ya se habrá descubierto que Callahan, además de ser alcohólico en recuperación, tiene un pésimo carácter, maltrata un poco a los que lo ayudan y vive desgarrado por la ausencia de la madre. El dibujo llega mucho después, de manera casi azarosa, y la película retrata sin gravedad el nuevo oficio del personaje: no hay el descubrimiento epifánico de una vocación, sino el hallazgo de un un talento y de una ocupación que le permite a Callahan reencauzar su resentimiento y dirigirlo contra los pilares de la corrección política. Las partes más felices de No te preocupes… sin duda son esas en la que se lo ve al tipo cruzando como un bólido las calles de Portland para mostrarle a la gente del lugar la publicación de un dibujo suyo, o cuando pide opiniones y pone a prueba alguna idea para un chiste con un vecino. Ese aire infantil, entre cándido y romántico, con el que la película construye al protagonista, presenta un paisaje cultural anacrónico: Callahan murió en 2010, y si la publicación de sus dibujos causó todo tipo de controversias en el pasado, hoy esos dibujos difícilmente podrían verse en algún medio gráfico. Pero esto no le preocupa mucho a Van Sant, que está visiblemente fascinado con su personaje y le regala un final feliz: después de caerse de la silla en la calle, unos chicos skaters (que podrían haber salido directamente de Paranoid Park) lo ayudan, lo levantan, se ríen con sus dibujos y lo invitan a ir a una rampa con ellos. Ahí la película certifica que, para el director, Callahan no es tanto una figura disruptiva a rescatar en tiempos tomados por la corrección política, sino apenas un ser roto y algo infantilizado por el que hay que sentir ternura y simpatía.