La silla de ruedas no es patineta
El director de Elephant retrata la historia de vida de John Callahan, el notable dibujante cuadripléjico de humor incorrecto, en una película que prefiere la corrección política antes que la bufonada de aquellas viñetas.
A simple vista, pareciera que No te preocupes, no irá lejos tiene todo lo necesario para resultar amena, honda, "realista", inspiradora. Y sí, es todo eso. Motivo por el cual, resulta una de las películas menos relevantes en la filmografía del norteamericano Gus Van Sant. Como si hubiese practicado una bisagra entre dos concepciones, Van Sant tiene títulos de raíz independiente y netamente autorales, como Mi mundo privado y Elephant, y otros que parecen preocupados por un resultado meramente efectista antes que complejo, entre ellos: En busca del destino y la todavía peor Descubriendo a Forrester. Hay también casos intermedios y afortunados, como Cuando el amor es para siempre y la notable Milk. El caso de No te preocupes, no irá lejos tiende a estar cerca del cine más previsible.
Basada en las memorias del humorista John Callahan, No te preocupes, no irá lejos rescata la historia de vida, humor negro y alcoholismo del artista fallecido en 2010. Cuadripléjico a partir de un accidente automovilístico, Callahan enfrenta una nueva vida para la cual nada pudo prepararlo. Le pide a Dios y le pide al Diablo. A Callahan todo parece resolvérsele, que no pueda caminar -por lo tanto- no sería justo. Ahora, una gota de sudor cuelga de su nariz mientras articula un susurro apenas audible. Lo único que puede hacer. Lo demás, ya no sabe.
El concepto de montaje que articula Van Sant logra interactuar las diferentes facetas de Callahan. Pasado, presente y futuro, surgen simultáneos. Van Sant, qué duda, es un narrador consumado. Como ejemplo, un recurso notable lo significa el uso de las cortinillas, así como sucedía en los viejos capítulos del cine en episodios: distintas situaciones se suceden de manera horizontal y vertical, como tiras de cómics. El accidente constituye el episodio nodal. A partir de allí, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo: el abandono de la madre, las monjas, los grupos de ayuda, las enfermeras, el amor, la aceptación de una inteligencia superior (tenga ésta el nombre de Dios o el que sea).
La película se asume como parábola de vida, que a los norteamericanos tanto les gusta.
El redescubrimiento personal irá de la mano de la asunción de esta desgracia, o antes bien de su comprensión como nueva oportunidad. De a poco, la película se asume como parábola de vida, de esas que a los norteamericanos tanto les gusta, válidas para quienes estén dispuestos a saber escuchar, porque alguna verdad de esas que son aleccionadoras seguramente se amolde a la suerte de vida de cada quién.
Es llamativo que un realizador capaz de obras sensibles como Paranoid Park decante por tal sensiblería. De acuerdo con el planteo, Callahan será víctima de sí mismo. Y por sí mismo, habrá de recuperar la vida misma. Eso sí, tendrá que respetar y cumplir una serie de pautas o pruebas. Allí, la tarea del gurú (Jonah Hill) que sabe cómo ver más allá para iluminar a quienes le siguen: a sus "piglets" (cerditos), como les llama. A partir de aquí (y antes también), un aroma de autoayuda atraviesa toda la propuesta.
Desde luego, la tarea de Joaquin Phoenix resulta extraordinaria, poco más puede decirse. Su habilidad actoral mutante, capaz de deformarse y adoptar pieles de personajes diversos -las más de las veces, dolidos en exceso-, le vuelve de un atractivo indudable: cuando el alcohol lo sume en un trance horrible, cuando la silla de ruedas lo vuelca como peso muerto, su mirada de súplica, el afecto recuperado, la desesperación por no saber quién es. Este rasgo último cumple el lugar de causa-efecto, ante una infancia de abandono y el empecinamiento por descubrir a esa madre fantasma.
Sin embargo, y a pesar de reunir aspectos suficientes para volverse uno de los personajes más impactantes en la galería de Van Sant, Callahan se transforma en uno de los más previsibles, atado como está a una historia de redención con ínfulas ejemplares. Callahan, en suma, como ejemplo de vida. Hasta tal punto, que el humor negro que despiden sus viñetas -de un blanco y negro con trazo lento pero seguro- casi se licúa desde la corrección política de la película. En este aspecto, vale como contraejemplo el film American Splendor, de la dupla Shari Springer Berman y Robert Pulcini. En ella, Paul Giamatti interpreta a Harvey Pekar, real guionista de vida subterránea, devenido autor de cómics de culto, hoy también fallecido, autor de mirada profundamente cínica y desgarradora. Esos rasgos la película los hacía suyos, mientras los dibujos y animaciones interactuaban de manera inmanente a la puesta en escena. Nada así hay en el film de Gus Van Sant. Al contrario, los cuadros humorísticos de Callahan surgen de manera ilustrativa, con un tiempo suficiente de lectura para el espectador, sin la fuerza ácida que éstos contienen: la película los vuelve casi inermes.
A la vez, si la tarea de Phoenix resulta irresistible, hay un sustento algo endeble en las labores de los notables Jack Black y Jonah Hill. El primero casi a la manera de un cameo, con sus muecas acostumbradas y en un papel que no justifica demasiado que sea él quien interprete al responsable al volante del vuelco de automóvil, causado por el raid alcohólico. El caso de Hill es curioso, inmerso como está en su estrenada delgadez, y en un personaje -el del gurú adinerado, cuya suerte de vida no es necesariamente afortunada- para el que guarda una serie de gestos y actitudes que lo vuelven por lo menos llamativo, pero demasiado impostado. Tal vez, sea éste el rasgo que mejor defina a No te preocupes, no irá lejos: todo está muy controlado y tendiente a encontrar el remate de la moraleja, hasta en la forma del chiste para el cual el dibujante estaba indeciso.
Aun cuando Van Sant pretenda hermanar a Callahan con el espíritu adolescente de su obra (contenido en la mayoría de sus mejores títulos, como temática y lugar de despliegue estético), situación que explicita a través de un diálogo fortuito con un grupo de skaters, la mímesis entre las patinetas y la silla de ruedas no guarda demasiada brillantez. En otro sentido, sí resultaba enormemente adolescente el Milk de Sean Penn, si bien sus 40 años parecían decir lo contrario. Pero ese film tiene una vena crítica que aquí se diluye en una corrección que convierte lo que toca en una anunciada impostura.