La nueva aparición del genial Gus Van Sant nos llega a través de este filme con carácter de biopic libre, adaptación de la novela autobiográfica del reconocido dibujante John Callahan, figura central de este relato.
A veces cuesta conectar a este Gus Van Sant de hoy, más blando que corrosivo, con el que nos ha dejado en estado de shock por propuestas de audacia radical y profunda reflexión como Paranoid Park (2007) y Elephant (2004), consagrada con la Palma de oro en Cannes, entre otros filmes que llevan su marca indeleble.
La historia presenta la vida, o parte, del consagrado dibujante ya mencionado que entre otras cosas vivió marcado por su alcoholismo, situación que lo enfrentó con dos trágicos accidentes automovilísticos, por lo cual vivirá con una discapacidad severa, un estado de paraplejia irreversible.
En manos de otro director, no me cabe duda de que esta trama de superación y lucha se hubiera transformado en un relato pegajoso, de golpes bajos y sensiblería de manual. En manos de Van Sant, con su creatividad y su soltura, nos encontramos con una estructura que intenta ir a contrapelo del cuento clásico del “había una vez un pobre hombre…”, ya que no solo juega con las idas y vueltas temporales que le dan respiro y vitalidad, sino que su cámara ágil y libre crean con el protagonista, un personaje casi estático, un diálogo de fuerzas donde todo pendula entre lo móvil y lo inmóvil como en una sinergia hecha de puro lenguaje.
No es un detalle menor que quien encarna a Callahan sea el metamórfico Joaquín Phoenix, dotado de una fuerza expresiva singular. La gestualidad de su rostro y el manejo de su cuerpo en esa inmovilidad casi inerte son suficientes y diría aún más superan bastante los estereotipos de un personaje con la faceta depresiva del alcohólico, la euforia de algunos estados, la dolencia del estado de discapacidad y el lado más lúdico o creativo que también le es pertinente.
Phoenix no sobrepasa la línea de lo que el personaje le demanda, y le pone el cuerpo en estado emocional sin caer en papelones de llanto o compasión barata.
Un secundario que hace gala de sus encantos es Jonah Hill, con un estilo acorde para su perfil en escena, ya que con su chispa y seducción encarna la figura de un adinerado ex alcohólico en recuperación. Una suerte de padrino de “los 12 pasos” con quien John entabla una relación más cercana en ese submundo de outsider pero dentro del sistema.
Elegir la comedia como género donde apoyarse a la hora de definir un marco genérico para el filme es inteligente ya que aleja al relato del pañuelo fácil y los golpes bajo la cintura, pero, a veces se hace excesivamente complaciente para la media del público que quiere risas antes que otra cosa. Sobreabunda el texto con humoradas, ironías, vitalidad en exceso, viajes en carretera y toda una dosis de brebajes que alivianan el derrotero de este personaje en las sombras.
Un montaje dinámico se combina a una estructura desarticulada cronológicamente, un área en la que Gus Van Sant siempre está instalado trabajando hasta el final de la película ya que allí logra ensamblar toda su propuesta de cámara en movimiento con el ritmo de los cortes y la dinámica de las escenas.
Es sin duda feliz este nuevo regreso a la pantalla grande del director independiente americano, algo mucho más grato que aquel mal trago llamado The sea of tres (2015) que nos paseaba por la laguna imaginaria de las mil desgracias narrativas y sus lugares más comunes.
La mirada de Van Sant es de esas “miradas sobre el mundo” que esperás que vuelvan, y vuelvan, y vuelvan, para traerte un poco de toda su fuerza creadora. Esa que este realizador tiene y que claramente no se agota.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria