Noble y sólida segunda película, y confirmación de que Hermes Paralluelo es uno de los directores más talentosos y singulares de España.
Ningún fenómeno más determinante y equívoco que el tiempo. Objeto de la filosofía y la física, variable económica para medir la productividad y su valor, condición estructural que articula el ocio, por donde se mire el tiempo es el concepto que atraviesa todo y a su vez es paradójicamente inaprensible. Excepto, tal vez, en el cine. Filmar algo es siempre capturar el tiempo en su duración. Materia primera del cine: la extensión del tiempo. Magia materialista del cine: repetir ese tiempo específico todo el tiempo que se desee, falsa proeza ontológica por la que la irreversibilidad del tiempo se conquista en la ilusión.
Hermes Paralluelo, el director catalán que debutó con Yatasto, la mejor película cordobesa filmada hasta el momento, sabe de la importancia del tiempo. ¿Cómo filmarlo? La evidencia absoluta del tiempo, fuera de la medición interesada y pragmática que garantiza la invención del reloj, estriba en el cuerpo. Las transformaciones físicas del cuerpo constituyen la marca del tiempo. De ahí que cualquier película cuyos actores principales sean abuelos introduce el tiempo inevitablemente. ¿Cómo filmar la senectud? No es una pregunta entre otras, pues la vejez suele quedar en fuera de campo o simplemente se la mistifica como período de sabiduría automática y edad de travesuras tardías.
En las antípodas de Elsa y Fred en sus dos versiones, o de todos esos filmes en los que los viejos quieren comportarse como jóvenes, Paralluelo, en No todo es vigilia, consigue dar con la sustancia de la vejez filmando a sus propios abuelos, quienes están juntos desde hace más de 60 años y han dejado de percibir el tiempo como un horizonte abierto. La vejez conlleva una forma de percepción, aguda y potencialmente libre de ciertos enredos subjetivos, y Paralluelo tratará de trabajar sobre ello intensificando la percepción de los actos cotidianos.
La película está dividida en dos segmentos identificables; el primer movimiento, marcado por cuatro panorámicas hermosas sobre un paisaje nevado, transcurre entero en un hospital en España. Antonio tiene que hacerse un conjunto de estudios y Felisa simplemente lo acompaña. La pulcritud del hospital es tan ostensible como su carácter espectral. Hay aquí una intuición: la vejez implica una modificación perceptiva respecto del límite del propio cuerpo y su vinculación con el espacio circundante. Es por eso que Paralluelo elije mantener cierta distancia respecto de una lectura sociológica de esa institución y prioriza un abordaje físico de la interacción espacial entre los cuerpos de sus abuelos y algunos pacientes y todo el mobiliario e instrumental del hospital. Dicho abordaje tiene un apoyo notable en el concepto sonoro del filme, por el cual la realidad sonora del hospital tiende a concentrarse en sonidos específicos y abstraerse. Hay un pasaje visualmente estupendo en el que Antonio tiene que pasar por un tomógrafo. El director descubre entonces una relación directa entre el cuerpo de su abuelo y la luz del láser, un cruce entre lo biológico y lo técnico que se transforma frente al lente y adquiere un valor estético. Hay más ejemplos como ese.
Pero es en el segundo movimiento en donde No todo es vigilia alcanza un lirismo discreto y su emotiva historia de amor se percibe en toda su dimensión cronológica. La cotidianidad de los abuelos se circunscribe a actos domésticos menores y nada parece suceder hasta que en una noche Paralluelo desata, a partir de un travelling misterioso que va de una habitación a otra mientras suena un timbre y los abuelos duermen, una inquietante atmósfera que patentiza lo que implica tanto el hecho de estar solos como el de estar con alguien en el momento particular en que el tiempo se consume sin extensión. Los abuelos suelen dormir en habitaciones separadas; sin embargo, en esa noche, el abuelo se levantará de la cama y buscará dormir con su compañera de toda la vida.
Antonio y Felisa despertarán juntos. Lo que sucede en esos minutos, durante los cuales los viejos charlan un poco vistos desde un plano medio en picado, constituye una forma sensible de presentar la vida en pareja como una travesía en el tiempo. Hay una sorpresa posterior, una prueba, la más contundente, de que así ha sido. Es el único pasaje musicalizado, instante en que vemos el tiempo enteramente desnudo. El dios que devora a los hombres no es necesariamente un monstruo. No todo es vigilia es la confirmación del lado luminoso de lo irreparable.