Si hay algo que el cine industrial ha venido perdiendo con fuerza y de forma sostenida en los últimos años, es la capacidad de sorprender desde el uso de las buenas armas, desde la legitimidad del relato bien construido y sin apelar a estruendos baratos o tics nerviosos construidos a fuerza de clichés. En ese sentido, la llegada a las carteleras de esta reversión del clásico ochentoso Fright Night oxigena, aporta buen entretenimiento en la línea del Grindhouse, aunque en tiempos de 3D y high definition.
La trama de Noche de miedo nos dice que al barrio de casas en medio del desierto se ha mudado un hombre de mediana edad (Colin Farrell), guapetón y de mirada ganadora, cuya vivienda se ubica al lado de la del joven Charley (Anton Yelchin), quien vive solo con su madre (Toni Collete), dupla a la que se suma de forma intermitente su novia (Imogen Poots). Pero that is not all, falks. Porque uno de los compañeros freaks de Charley descubrió que el nuevo vecino es nada menos que un vampiro sediento de la sangre del pueblo, algo que no tarda en hacerse explícito en pantalla porque el público espectador tiene el dato desde el momento mismo en que el trailer del film se dio a conoce.
Precisamente, el principal acierto de Noche de miedo es, en medio de un contexto mainstream de sorpresa tan forzada como previsible, que el centro del relato no pase por descubrir que el malo es malo, sino por focalizar en lo que sucede alrededor de ese ser de las tinieblas que llegó para sembrar muerte, destrucción y no-muertos.
Craig Gillespie (el mismo de la brillante Lars and the Real Girl y la buena serie United States of Tara) construyó un relato montado en un guión de hierro (de la siempre precisa Marti Noxon, que supo dar lo suyo en las series catódicas Mad Men y Buffy), que pone los puntos en todas las íes que se lo paran enfrente, incluídas las del humor cínico y hasta la sátira del género hemoglobínico al que pertenece el film.
Tenemos un gran, enorme villano compuesto por el cada día más sólido Farrell, y un héroe promedio que no deslumbra pero recorre el camino al cielo de la épica con lo justo y necesario. Pero sobre todo contamos con un personaje que de a poco se coloca como central y excluyente, Peter Vincent (David Tennant, de la serie Dr. Who), caza vampiros de escenario, farsante profesional y, de paso, homenajeador de refilón de los queridos Cushing y Price a través de su seudónimo, y de la idea pop de rockstar, en plan cinéfilo kitsch.
Una gran película, de terror, con humor, a pura militancia posmo, que subraya la idea de que el quid ya no está en la remanida idea del final inesperado sino en la buena factura general y en una historia redondeada con fluidez y oficio. Con o sin 3D (las cenizas que dejan los vampiros al explotar al sol parecen estar ahí, casi rozando la retina), pero sin duda con noble artesanía digital, algo que ya podemos empezar a enteder que existe y que vale la pena valorar cuando se hace presente.