Si el cuento se llama Noche sin paz podemos imaginar que el Santa Claus que lo protagoniza es bien distinto al de la mayoría de los relatos navideños. El que nos ocupa tiene el clásico semblante bonachón de todos los de su especie, barba blanca y unos cuantos kilos de más. Pero también luce desganado, molesto porque ya nadie parece entender cuál es el espíritu de las Fiestas y con ganas de colgar para siempre el traje rojo y blanco, mientras trata de olvidar en compañía de unas cuantas cervezas alguna desavenencia conyugal.
Pero enseguida descubriremos, junto al “recuerdo” de la borrachera que deja sobre el cuerpo de una sorprendida mujer, que este contrariado Santa Claus (un perfecto David Harbour) no se resigna a cumplir con su misión para que los regalos lleguen en tiempo y forma a manos de los chicos que se portaron bien. La más ansiosa en esa espera es Trudy Lighthouse (Leah Brady), la heredera más pequeña de una familia multimillonaria, cuyos padres y tíos esperan la Navidad como momento ideal para disputarle la herencia a una abuela (Beverly D’Angelo, otra víctima de la mala praxis en las cirugías estéticas faciales de algunos famosos) siempre malhumorada. El problema es que también sueña con esa recompensa una banda ultrasofisticada cuyo líder es un latino (John Leguizamo, muy divertido) que odia la Navidad y que se hace llamar apropiadamente Scrooge.
Así las cosas, el escenario empieza a tornarse familiar para los memoriosos de cierto cine navideño muy popular. Hay intrusos en casa amenazando niños (como en Mi pobre angelito) y una operación criminal a gran escala (como en Duro de matar). Frente a ellos aparece nuestro agobiado Santa Claus, que primero trata de evitar problemas, pero decide reaccionar cuando siente que no lo dejan hacer lo que le corresponde.
Planteadas así las cosas, no es casual que uno de los productores de Nadie esté detrás de este proyecto. Y mucho menos que se haya unido con David Leitch, uno de los artífices de Deadpool y John Wick. La impronta y el estilo de este trío de creaciones recientes atraviesa toda la trama de esta atípica fábula navideña. Los personajes emplean todo el tiempo un lenguaje crudo, cargado de referencias irónicas, insultos y palabrotas. Y alrededor de ellas no tarda en explotar un delirante festival de sangre, violencia y cuerpos destrozados coreografiado de un modo muy similar al de sus referentes. Es la representación más extrema de los trucos que Macaulay Culkin ejecutaba en Mi pobre angelito para escarmentar a los intrusos.
Con un especialista como Tommy Wirkola (que ya dirigió dos aventuras de zombis enfrentados con nazis) y un elenco muy compacto la diversión parece garantizada para cierto público que disfruta los relatos de acción mezclados con sangre a borbotones y mucho humor negro. Lo más original de esta historia, detrás de una trama familiar expuesta de manera bastante pueril, es cómo permanece intacto detrás de un cuadro tan violento y tanta gente indeseable el genuino espíritu de la Navidad. Es el mejor chiste de todos.