Llama la atención lo desestabilizante que resultan algunas películas para la crítica. Noches de encanto es una de esas películas: su absoluta e irreflexiva suscripción a los clichés de un género en franca decadencia es algo que la mayoría de los críticos señalaron como condenable, muchas veces tildándolo de incapacidad narrativa o de un intento de subestimar al espectador. El camino al infierno está lleno de buenas intenciones o, en el caso de Noches de encanto, de lugares comunes; por lo menos eso nos dijeron la mayoría de los críticos. Pero en esa avidez por derribar lo obvio, lo que queda en evidencia es la estrechez del que escribe, su imposibilidad de acoplarse a una propuesta cinematográfica específica, la de una película que no quiere pensar un género sino que solamente aspira a ejecutarlo ciegamente, tocando sus cuerdas más conocidas y livianas. Acostumbrados a que el cine se muestre autoconsciente, notoriamente reflexivo sobre sus materiales, dispuesto siempre a reírse de sí mismo y a transparentar sus mecanismos, las películas que se aferran con uñas y dientes a un género muchas veces nos dejan mal parados: nos resultan inocentes, anacrónicas o simplemente estúpidas. Noches de encanto no es ni por asomo una buena película, pero no lo es por varios motivos distintos de los nombrados arriba, que fueron los que puntearon la mayoría de las reseñas. Es más, hasta podría decirse que el acartonamiento declarado de la película de Steve Antin es su arma más eficaz: cuando apuesta con más fuerza a la sofisticación tilinga y artificial o al despliegue en serie de los clichés más grasosos posibles, Noches de encanto cumple y por momentos hasta se muestra viva, robusta.
Uno de los puntos flacos de la película es la histeria de los personajes y la pacatería sexual (no hace falta que cojan en pantalla, me banco la elipsis, ¡pero cojan de una vez!), algo cada vez más frecuente dentro del cine estadounidense y que a esta altura parece un definitivo signo de los tiempos. Sin embargo, lo que vuelve irredimible a Noches de encanto es su impericia a la hora de filmar el baile. Las coreografías aparecen infinitamente fragmentadas en planos que duran no más de un segundo (o dos, si las que están en pantalla son Christina Aguilera o Cher) negándole cualquier posible peso real al baile. La explicación común para casos como el de Noches de encanto es que, como ya no hay gente que baile bien en el mundo del cine, los directores tienen que cortar los planos todo el tiempo para tapar esa falta de destreza. Pero ese argumento suena a nostalgia simplona con sabor a cine clásico: como nadie baila como Fred Astaire o Gene Kelly, entonces el plano general en un musical pierde su razón de ser. Me inclino más a pensar que la velocidad a la que se reproducen las imágenes en casi todos los géneros alcanzó también al musical. El resultado es una limitación total y absoluta de la libertad del espectador a la hora de elegir qué ver en pantalla: un torso, una cara, un culo, unas piernas, un plano de conjunto, de nuevo un torso; la película nos muestra todo el tiempo lo que ella cree que queremos (tenemos) que ver sin que podamos nunca elegir qué mirar por nosotros mismos. Por ejemplo, podríamos interesarnos por una bailarina secundaria perdida en el fondo del escenario o por la forma de bailar de Aguilera, pero Steve Antin no nos deja recorrer a gusto el escenario y su elenco porque nos impone siempre su recorte atomizado y velocísimo del show.
El problema más grave de Noches de encanto no es su falta de autoconciencia o la manera en que Antin suscribe a todos y cada uno de los lugares comunes del género en su vertiente más acartonada, sino el poco respeto que exhibe para con la inteligencia del público (“como no sabés qué hay que mirar, yo te lo señalo”) y hacia los cuerpos arriba del escenario, mutilados salvajemente a través del montaje.