Un algodón para los oídos, por favor
Es casi ya una rutina: cada verano, y como un fenómeno ajeno a los vientos cinematográficos que soplen en el país del norte, se estrena un musical. El año pasado fue el bochorno de Nine (2009), que ganó con honores el título a mejor película del año. Pero sorpresas da el cine, y cuando nada hacia suponer que el hombre fuera capaz de pergeñar algo peor, llega Noches de encanto (Burlesque, 2010). El film, abominable, es una burda mezcla de la clásica historia de asensos frente a la adversidad con la ñoñería más lastimosa de Casi Ángeles.
El film del felizmente ignoto Steven Antin narra las peripecias de Ali (interpretada por, ¡ay!, Christina Aguilera), una chica de Iowa que sueña, para variar, con convertirse en una exitosa cantante en las siempre generosas tierras de Los Ángeles. Así da con el Burlesque Lounge, un teatro a cuyo escenario suben a diario un puñado de bailarinas siempre listas para el espectáculo revisteril que regentea la magnificiente Tess (Cher). Ali consigue trabajo como moza, pero está dispuesta a más: sabe bailar y cantar.
Es improcedente para un sitio especializado en el cine y el mundo audiovisual ejecutar un análisis pormenorizado de los dotes artísticos que la industria le atribuye a Christina Aguilera. Ni hablar de un ensayo sobre la musicalidad o no de una voz, acto casi irrespetuoso para los analistas del rubro. Pero sí es válido un enfoque desde la honestidad del desconocimiento. Hecha la aclaración, Aguilera parece algo confundida. Da la sensación que cantar y gritar son sinónimos en su diccionario: siempre a todo volumen, confunde la emoción de un tono acercado, la precisión vocal para dar en el blanco emocional con el griterío histérico ante un ídolo invisible.
No pasan dos escenas para que la cantante grazne junto al quejido de una vieja fonola, acto que invita a la suposición de que Noches de encanto será un largo artefacto concebido únicamente para el lucimiento de la protagonista. Pero felizmente no es así. Entre su llegada al Burlesque y el anhelado asenso de la bandeja redonda a las tablas pasan poco más de 40 minutos del sonido casi armónico de la no-voz de Aguilera. Porque podría ser peor, con ella cantando frente al espejo o imaginándose alumbrada por un reflector. Pero no, Antin lo evita y mete el único acierto en el metraje todo.
Ya con los odios empachados y suplicando piedad, llega el momento de abocarse a la faceta puramente cinematográfica, intentona tanto o más insalubre que lo anterior. Hay una escena que ilustra a la perfección la desprolijidad y el desdén de Noches de encanto. Suerte de madama musical, el personaje de Cher ilustra a la poco curtida Ali sobre las bienaventuranzas de la revista mientras toma un pincel cargado de brillo para labios. Una fino trazo, el casi imperceptible brillar de la boca, elipsis y.... ¡labios totalmente pintados de rojos!.
Noches de encanto es una barrabasada de lugares comunes y clises mal usados, recorridos sin la sabiduría necesaria para ennoblecer la historia. Película olvidable para los ojos, más no así para los oídos.