Como su nombre en inglés anuncia (Non-Stop), más allá de tratarse de un vuelo sin escalas, la película no para un segundo, no da respiro.
La acción se vuelve absolutamente claustrofóbica, teniendo en cuenta que el 90% de la historia transcurre adentro de un avión.
Nunca se sabe bien qué va a pasar pero, ya de movida, en el aeropuerto, mientras los pasajeros esperar para abordar el avión, anticipamos que algo va a estar mal. Muy mal. Liam Neeson (Bill) habla en voz baja y lo vemos atormentado e iracundo.
Está enojado con alguien y muy nervioso pero eso no le impide registrar a una niña temerosa, a punto de subir al avión, y acercarse para consolarla y decirle que todo va a estar bien. El perfil ya está definido de entrada: un tipo conflictuado y conflictivo pero bueno y humano.
Porque Bill tiene problemas con el alcohol y un suceso familiar del pasado que lo atormenta al día de hoy y que, lógicamente, ha sido la causa de su alcoholismo, adicción cuya perpetuación en el presente sigue trayéndole consecuencias. Es el policía (agente de servicio aéreo) no querido dentro de la fuerza, el que tiene problemas de conducta, el adicto que pierde credibilidad por su adicción. Y por supuesto, está aquí, en este avión, para redimirse definitivamente.
De ahí que podemos decir que la película es un western: estamos frente a un outsider, un antihéroe rebelde que viene a restaurar el orden, que termina convirtiéndose en héroe, no sin antes ser cuestionado e injustamente acusado.
Y Bill se pone al hombro su papel de antihéroe, hasta las últimas consecuencias. Está dispuesto a hacer todo por sus pasajeros, pero, el tema es, deberá probarles que, en realidad, los está queriendo salvar, dado que todas las sospechas recaerán sobre él. Después de todo, es un alcohólico con problemas no resueltos, bien podría estar perpetrando una venganza contra el sistema que lo apartó de su hija (el agente workaholic que culpa a la fuerza policial por no haber pasado más tiempo con su hija enferma de cáncer). Idas y vueltas y más idas y vueltas. La trama se va enrevesado, los sospechosos van aumentando, los que no lo eran ahora lo son y, en el medio de todo, un celular que no para de sonar (en pleno vuelo) y un asesino que, silenciosamente, se va cargando más víctimas.
El acierto de la película está en no solo mantener el nivel de tensión sino redoblar la apuesta con cada nuevo descubrimiento, y en nunca darnos espacio para confiar en nadie.
Ahora, el acierto en la construcción de tensión y suspenso se ve rápidamente socavado al introducir un final con todos los estereotipos habidos y por haber, más cuando se trata de una de atentados en aviones.
El imaginario yankee burdo se impone nuevamente y tenemos al médico de Medio Oriente, lógicamente sospechado, además de un desfiladero de lugares comunes de categorías antropológicas (el negro, la trola, el policía medio facho, entre otros varios). Cada cual es sospechado por pertenecer a determinado “grupo”, y aquí es donde la película despliega vulgarmente toda su xenofobia y su torpeza extrema a la hora de cerrar una trama demasiado dispersada.
Y, los que finalmente se revelan como los reales perpetradores, esgrimirán razones cuasi cómicas, no solo en lo que hace a las motivaciones sino, principalmente, en su verbalización y posterior pseudo toma de conciencia.
Pero, claro, nuestro antihéroe salvará a su tripulación e incluso improvisará un plan de contingencia “bomba a bordo” jamás antes testeado. Y todo funcionará de mil maravillas, y hasta habrá flamante novia-nueva-colorada-copada (una Julianne Moore desperdiciada) como parte del pack de final feliz esperable.
Una película con cierta cuota de adrenalina que, por cagazo a ir un poco más allá o simple incapacidad (raro de Collet-Serra, raro), se deja caer en el ridículo y termina derrapando, casi tanto como el avión semi-explotado.
Pero claro, no faltarán los defensores. Me viene ahora a la cabeza un grupito de gente que ya incluso tiene el nombre perfecto para autoproclamarse fans de Non-Stop: Sin Escalas. Están ahí, pululando, solo tienen que darse cuenta…