Terror a bordo: un policía anda suelto
El director de La huérfana vuelve a mostrar su pulso firme para el cine de género, esta vez con un agente de seguridad aérea en la cabina de un avión amenazado. El problema surge cuando los traumas del pasado empiezan a pesar más que la acción.
Non-Stop: Sin escalas tiene a un actor con las espaldas lo suficientemente anchas para bancarse un protagónico como Liam Neeson, quizá la sorpresa más grata del cine de acción en los últimos cinco años, rodeado aquí por un grupo de secundarios que, con plena conciencia de su condición, devuelven todas y cada una de sus paredes. Hay, también, un director con oficio y gran capacidad para naturalizar esas incoherencias propias de este tipo de películas (la señal de celular, en este caso), confiar en la potencia visual de la acción física y hacer de un avión aquello que verdaderamente es: un espacio claustrofóbico y opresivo, un mecanismo de relojería que no admite fallas. Todos elementos que a priori configurarían un muy buen thriller, pero que en este caso hacen uno que apenas aprueba raspando. ¿Por qué? Porque hay dos películas al precio de una, y la segunda borra con el codo todo lo anterior, minimizando el goce de una tensión generada con las herramientas más nobles del cine (movimientos de cámara, montaje, actuaciones convincentes) mediante la irrupción de ese virus que aqueja a nueve de cada diez películas de Hollywood, que es la justificación.
Jaume Collet-Serra (el mismo de la notable La huérfana) conoce el potencial del film y decide explotarlo con una progresión digna del cine clásico. Clasicismo al que también podría pertenecer Bill Marks (Neeson), cuyo bagaje emocional y alcoholismo lo convierten en una figura de film-noir. La consecuencia de sus penas y vicios fue la degradación laboral de policía a agente de seguridad en vuelos internacionales. En uno de esos servicios, un mensajito de texto anónimo le anuncia las malas nuevas: cada veinte minutos morirá un pasajero hasta que no depositen 150 palos verdes. ¿Volver al aeropuerto? Imposible: el pájaro metálico está sobre el Atlántico y a diez kilómetros de altura. Para colmo, abajo nadie está muy dispuesto a creerle, sobre todo después de validar que la cuenta bancaria está a nombre de... Bill. La solución está, entonces, en buscar al potencial asesino. Búsqueda en la que vale todo. Incluso ultrajar azarosamente a cualquier pasajero y sospechar de todo aquel que se anime a exhibir su celular.
El maltrato está amparado en el procedimiento de una institución policial regida por una doctrina cocinada al calor de la paranoia post 11 de septiembre. Collet-Serra conoce las coordenadas del paradigma del terrorismo ubicuo, pero jamás recarga las tintas sobre ellas. Por el contrario, elige exhibirlas desde sus consecuencias prácticas y cotidianas (la violencia como primer recurso) y no desde la ideología parlamentada. Hasta que, vaya uno a saber por qué, en la última media hora el director y sus guionistas cambian de idea. La solidez y claridad conceptual del film se empantanan cuando lo subrepticio emerge con la forma de elemento motivacional. Porque aquí nadie puede actuar de una determinada forma porque sí. Y sucede que Bill no se debe sólo a su oficio y formación, sino que el guión le suma uno de esos traumas familiares que tanto le gustan a Hollywood. Incluso los mismos pasajeros que sufrieron su prepotencia durante una hora y pico lo entenderán. Su compañera de asiento (Julianne Moore) devendrá de compinche a sospechosa en un segundo y volverá a su condición inicial después de confesar otro pasado tormentoso. Ni hablar de lo que queda para el desenlace. Pero eso ya es otra historia... y otra película.