Hendler ofrece en su opera prima una comedia agridulce, protagonizada por esos personajitos medios, grises y chatos tan caros a la filmografía y a la literatura oriental.
Norberto vive su vida como en piloto automático. Y menos también. Pierde su trabajo pero consigue otro y pasa a ser vendedor en una inmobiliaria. Un día en que con su esposa y parejas amigas decide ir al cine y no encuentran entradas, van al teatro para cumplir con la salida programada. En el entreacto todos se van y Norberto decide quedarse “para ver cómo termina”. Esa decisión, un cartel que anuncia clases de teatro y el consejo de su nuevo jefe serán clave para que su vida cambie. Todo lo que sucedía sin la intervención de uno, dejándose arrastrar por la corriente, entra en crisis o como respuesta a esa crisis invisible es que la irrupción del arte en la vida permite otra manera de ver.
Claro que Norberto, para el promedio, está pasado de edad para estos cambios y además sólo empieza a cruzarse con jóvenes que tienen otras preocupaciones, otras inquietudes y otros ritmos.
Hendler ofrece en su opera prima una comedia agridulce, protagonizada por esos personajitos medios, grises y chatos tan caros a la filmografía (Rebella, Stoll, Biniez) y a la literatura oriental (Onetti, Benedetti) que pueden traernos alguna risa pero a la corta nos dan tristeza y pena, y que tampoco son la mar de ejemplares y bondadosos sino que en su camino suelen herir más de la cuenta.
Desde el clasicismo formal, y apoyándose en un guión muy cuidado y un elenco sobresaliente va avanzando esta película que apuesta por la elección personal sea cual sea el momento en que ésta surja. Animarse a ser aunque tengamos todo armado según corresponda a los mandatos sociales es lo único que importa y algo de esa esperanza se vislumbra en su desenlace.