DE TÍTERES Y TITIRITEROS
La nueva película de Joseph Cedar, Norman: el hombre que lo conseguía todo, no sólo presenta una historia que por ratos se vuelve fascinante, sino que además nos permite disfrutar a Richard Gere en tal vez una de las mejores interpretaciones de su carrera. Es injusto negar que ha tenido buenas participaciones junto a directores como Paul Schrader, Terrence Malick, Francis Ford Coppola o Mike Figgis, pero desde un tiempo a esta parte del actor había reconstruido su imagen primeramente sobre la base del galán algo inocuo o, posteriormente, sobre la base del galán maduro igualmente inocuo. Por eso que Norman: el hombre que lo conseguía todo representa una novedad en su filmografía, y una muy feliz: Gere se anima con un personaje patético, de una pequeñez que se magnifica por el mundo de poder el que se termina moviendo y que representa un despojo de sus viejos mohines para avanzar con un relato que le niega la posibilidad de redención notable. Si su Norman Oppenheimer llega a algún tipo de sanación, esta es también pequeña, escasa, imperceptible para todos aquellos que, muy a su pesar, han girado a su alrededor.
Norman parece tener un negocio genial, que involucra la compra de moneda y que requiere de conexiones para llegar hasta un poderoso empresario. Pero también es un tipo gris, a quien vemos constantemente recorriendo pasillos, calles, espacios cercanos al poder, pero de quien desconocemos realmente cuál es su lazo con el mundo, su espacio propio, su lugar. Cedar lo retrata casi como un fantasma, un personaje sobre el que muchas veces nos preguntamos si es alguien real o el producto de una imaginación febril. Pero ahí va Norman, merodeando el éxito, conectándose, presentando su tarjeta personal ante el mundo, relacionándose, como un paria pero sin conciencia de tal. Claro que el destino le prepara un volantazo, y llega cuando se cruza con un funcionario israelí que terminará siendo primer ministro de aquel país. Pero lejos de ofrecer una reflexión sobre cómo el esfuerzo y la persistencia nos permiten arribar a nuestros logros, ahí comenzará otra película en la que la mirada sobre el poder será oscura y la vida de Norman se hará mucho más patética.
Porque si el protagonista termina convertido en una suerte de nexo entre el primer ministro israelí y la comunidad judía de Nueva York, el suyo será un rol más funcional a los intereses de terceros que a los propios. Norman se verá tironeado entre los integrantes de la comunidad que requieren sus favores y el poder en Israel que lo minimiza y ni le atiende el teléfono. Cedar logra los mejores momentos de la película cuando su cámara sigue al protagonista, cuando permite que el nervio trascienda la pantalla y se apodere de la experiencia del espectador, que sufre con el por momentos irritante Norman. Por el contrario, a veces cede (porque no deja de ser más guionista que director) a lo escrito, a la estructura del guión, a algunos truquitos narrativos y a la necesidad de decir por sobre sugerir, sobre todo cuando se mete en los intersticios del poder israelí y trabaja el estereotipo del poderoso solitario y melancólico.
Pero por suerte está Gere, que nunca hace evidente la intención de su personaje: si podemos suponer que lo mueven la ambición y el poder, lo cierto es que eso no está del todo claro. Su Norman parece buscar cierto reconocimiento y aceptación, hacer contactos, ser alguien en el mundo. Pero como anticipa el título original, la película es el retrato de un moderado ascenso y una trágica caída. Lo fantástico en la actuación de Gere, es que interpreta sin indulgencia y desde la dignidad a un personaje totalmente insignificante. Un títere entre titiriteros. El film de Cedar termina reflexionando de manera agridulce sobre esos personajes que mueven los hilos del mundo sin que nadie los vea, y que un día desaparecen sin que nadie note su ausencia, dejando un legado mayormente anónimo. Que ese mundo subterráneo pertenezca a personajes patéticos, es sin dudas toda una declaración de principios que hace la película.