Las caras sutiles del sometimiento
En su ópera prima, la directora integra la ficción con el documental etnográfico, dándole el primer plano a un choque de culturas –la wichí y la blanca– que asomaba ya en alguno de los films de Lucrecia Martel. Seggiaro lo hace con extrema lucidez política.
¿Habrá algo en Salta que hace que a los nativos se les aguce el sentido cinematográfico? Todo empezó con Lucrecia Martel. Pero también están Rodrigo Moscoso, autor de la muy buena (e inédita) Modelo 73 (2001); Martín Mainoli, director de uno de los mejores cortos de las más recientes Historias breves (2012), y ahora Daniela Seggiaro, que tras estudiar cine en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA debuta a los treinta y pico con Nosilatiaj, la belleza. A diferencia de sus coterranéos, en su ópera prima Seggiaro integra la ficción con el documental etnográfico, dándole el primer plano a un choque de culturas que asomaba ya en alguno de los films de Martel. Colisión que recientemente el porteño Ulises Rosell inspeccionó desde el documental liso y llano, en la notable El etnógrafo. Choque entre la cultura blanca y la wichí, claro, etnia originaria que aún sobrevive, en duras condiciones, tanto en esa zona como en el bosque chaqueño. Participante del Festival de Berlín el año pasado, ganadora del Premio de la Crítica en el Festival de Río y exhibida de Guadalajara al Bafici y de Toulouse a Vancouver, Nosilatiaj, la belleza se exhibe desde hoy, en forma exclusiva, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín.
“Tendrás un pelo hermoso, como las ramas; no tienen que cortarlo nunca”, recuerda Yola (Rosmeri Segundo) que le dijo la abuela, siendo chica. De allí que cuando sus patrones lo hacen, con la mejor de las intenciones, para ella el corte resulte tan traumático como si fuera el de su propio yo. ¿Por qué Yola no frena al peluquero? Como a todo representante de un pueblo sometido frente a los descendientes de los sometedores, a Yola le cuesta levantar la voz, hacerse oír. Lleva esa marca con tanta fuerza como la voz de sus mayores y el recuerdo del matorral, el río, el pajonal. El hecho de que trabaje como mucama en casa de la señora Sara (la actriz porteña Ximena Banús) reproduce, actualiza esa relación de sometimiento. Y eso que sus patrones, de clase media, la tratan “como si fuera de la familia”, como suele decirse. Lo cual no quiere decir que dejen de ser los patrones, claro. Notable lucidez política, la de Seggiaro, que parece tener bien claro que por más que el sometedor no se comporte como tal, la relación entre sometedor y sometido nuca deja de ser histórica, política, económica y simbólica.
Abundan los gestos de paridad entre Yolanda y sus patrones. “Ella es igual que yo: no sabe bien qué le gusta, pero sí lo que no le gusta”, comenta la señora Sara a una vendedora de boutique, un día que la acompaña a comprarse ropa. Es que se acerca la fiesta de 15 de Antonella, la hija mayor de Sara y su marido (Víctor Hugo Carrizo, notable secundario y todo un clásico del Nuevo Cine Argentino), y la señora quiere que Yola esté linda. De allí el corte de pelo, en una visita a la peluquería que hacen todas las mujeres de la familia, como lo haría un grupo de amigas. Pero allí, en medio de la mayor confraternidad, aparece el hiato, el corte, la diferencia. Por más que se quiera hacer caso omiso de él, el poder sigue rigiendo las relaciones entre culturas que alguna vez fueron la del conquistador y el conquistado.
Descendiente de inmigrantes europeos, Seggiaro no pretende ponerse fuera de esa relación. Pero se permite observarla, parándose sobre ambos campos. Encuadrada en planos generalmente fijos, precisos y equilibrados –gentileza del notable fotógrafo Willi Behnisch–, la acción tiene lugar en casa de los patrones blancos, llena de hijos pequeños que andan alborotando por ahí: otro detalle que recuerda a La ciénaga. Pero el relato abre una segunda instancia narrativa, que corresponde a la interioridad de Yola. Con voz baja, pequeña y quebradiza, la muchacha recuerda en off hechos dispersos de su infancia, su familia, su lugar. Recuerdos que se esparcen de modo impresionista, reduciéndose en ocasiones a meros lugares. Hablar de reducción es cosa de crítico blanco: esos lugares naturales tienen la mayor importancia para Yola. No sólo para ella, parecería. Los medios anuncian la inminencia de un terremoto, y la señora Sara siente esa inminencia en el propio cuerpo, poniéndose ahora al borde de un desvanecimiento que ahora hace pensar en La mujer sin cabeza.
“Es la tierra que se está moviendo”, comenta el peluquero, involuntariamente ecológico. En la televisión, el noticiero da cuenta de una procesión religiosa que “pide al cielo por el cese de las actividades sísmicas”: en Salta, parecería, la religión toma el lugar de la política. En sus recuerdos e impresiones, el interior de Yola se expresa en soliloquios en wichí, con subtítulos al castellano. Subtítulos para espectadores blancos. Allí los espectadores blancos somos, por una vez, extranjeros. Hijos de conquistadores, sometidos al idioma del otro. La forma cinematográfica, el habla, toman posición política, revirtiendo la Historia.