La belleza sometida
Difícil pensar la sólida ópera prima de Daniela Seggiaro (Salta, 1979) por fuera de la herencia de la –en este caso perfecta– primera película de Lucrecia Martel. Si en La ciénaga Martel creó un universo narrativo que volvió a explorar con variantes en sus dos siguientes largometrajes, puede decirse que también buena parte del cine argentino post 2001 abrevó en esa misma fuente; no sólo en busca de recursos formales que la directora salteña supo explotar con maestría, sino (y principalmente) tras los pasos de una forma con la cual representar la complejidad de la vida en sociedad en su tenso equilibrio.
En todo caso, repasar, pretendiendo que funcionan allí como meras citas, los elementos de Nosilatiaj que remiten a La ciénaga, puede convertir el análisis de la película en un juego de señalar coincidencias, vana tarea. Vale, sí, destacar que entre los motivos que recuerdan el universo marteliano –el cuidado en el habla de los personajes, los niños arracimados alborotando la casa, la figura materna articuladora de la familia– Seggiaro elige tematizar uno que en las películas de Martel funcionaba como un engranaje más de su maquinaria narrativa: la relación patrón-criado.
La dialéctica de este conflictivo vínculo cobra vida en una trama narrativamente sencilla: Yolanda, una adolescente wichí, trabaja como criada cama adentro para una familia de clase media salteña. Los preparativos para la fiesta de quince de la adolescente se transforman en un escenario propicio para dejar al descubierto las fisuras de una relación entre dos culturas, que se pretende justa según los términos establecidos unilateralmente por parte de una de ellas.
Breve digresión: en La máquina cultural: maestras, traductores y vanguardias (1998), Beatriz Sarlo analiza un llamativo episodio referido por una vieja maestra normal puesta a recordar sus épocas como directora de una escuela primaria, en las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires. El primer día de clase corrió, a media mañana, a buscar al peluquero del barrio. En el patio del colegio hizo formar fila a los varones. De a uno fueron pasando por las manos del peluquero, quien cumplía la orden de rasurar las cabezas de los alumnos, en su mayoría hijos de inmigrantes. Fin del recuerdo. El objetivo de la maestra era tan entendible como eficiente fue su metodología para conseguirlo: deseaba darle a sus alumnos una lección de higiene. La higiene personal (sinécdoque de la polémica higiene social) fue, en los albores del siglo pasado, una cuestión de política estatal. En su afán homogeneizador el Estado, en medio de la fiebre inmigratoria, no reparaba en que sus funcionarios intervinieran sobre los cuerpos de sus ciudadanos en la medida en que no se apartaran del objetivo de encauzar los desvíos culturales en la senda del amenazado ser nacional.
Casi cien años después, Seggiaro parte de una anécdota real –proveniente de su madre antropóloga– para ficcionalizar en Nosilatiaj, la belleza problemáticas en buena medida análogas a las del episodio estudiado por Sarlo. Aquí es Yolanda quien sufre, por un (aparente) capricho de su patrona Sara (personaje que recuerda a la Mecha de Graciela Borges en La ciénaga), el corte de su trenza, cifra no sólo de su belleza sino también de la cosmovisión de su pueblo. Recibe a cambio un peinado a tono con el mandato de la moda occidental, copiado de una de esas revistas que entretienen la espera de las mujeres en la antesala de la peluquería.
Este movimiento argumental en apariencia insignificante le sirve a Seggiaro para recordarnos que el usufructo de los cuerpos que practica la cultura dominante sobre la dominada no será por siempre gratuito: por lo bajo rumorea el germen de la rebelión. Si en el circuito de relaciones con la familia que la emplea Yolanda apenas si se limita a responder tímidamente cuando se solicita su palabra, ello se debe a que la protesta queda por fuera de sus posibilidades culturales. En este sentido se debe entender la elección de la directora de manejar una línea narrativa alternativa a la principal, donde la voz de Yolanda en su lengua materna, puesta a reflexionar sobre su infancia y las creencias de su pueblo, compensa en un plano imaginario el mutismo que le es impuesto en el seno de la familia criolla.
Del mismo modo, si la narración de la trama principal se sustenta en un verosímil realista que aborda la cuestión del poder en sus aspectos materiales y simbólicos, cabe entender la decisión de Yolanda de volver a su comunidad –desatada sobre el final de la película, cuando la cumpleañera baila en la fiesta frente a sus invitados aderezando su pajiza cabellera con la trenza que le fuera extirpada a la criada– antes como una expresión de deseo, o un imaginario final reparador pergeñado por y para ella misma en su monólogo, que como una posibilidad real, ya que si hay un gran interrogante que puntúa la película de Seggiaro es el de las posibilidades con que cuenta una cultura dominada de poder zafar de un circuito de sometimiento que no elige.