En el limbo
Aunque pueda parecerlo, una película fuera de moda no es lo mismo que una buena película. Nosotras sin mamá, en principio, resulta una criatura solitaria y sin hogar, que mira de reojo a quienes la rodean, no se sabe si con recelo o franco desprecio. Seguro que con curiosidad no, porque de ser así habría en la película una vibración vital de algún tipo, un gesto que sirviera para evidenciar un mínimo interés por el mundo circundante. Nosotras sin mamá exhibe la promesa de una posible épica íntima que enseguida se desbarranca por falta de contundencia, de auténtica fe en el material que se tiene entre manos. Tres hermanas ya adultas habitan circunstancialmente una casona venida a menos tras el fallecimiento de la madre. La cuestión es vender o no vender. Por un lado la casa es el territorio de la infancia (que acecha fuera de campo, como un fantasma que emite risas y señales de jarana, en forma de unos chicos que tiran bombitas de agua). Pero también parece ser el receptáculo de los sueños rotos, de las aspiraciones incumplidas de una clase media que en el cine argentino suele invitar al grotesco, a la sordidez y a la chabacanería.
De esas tres taras, la película se ahorra con cierta gracia las dos últimas pero las suplanta por un tono de nostalgia solapada que acompaña bien a la primera, presentada aquí en su versión moderna, es decir, como si buscara diferenciarse de su original de cuño teatral poniendo el acento exclusivamente en el aspecto físico del asunto: el empleado de la inmobiliaria tiene los pantalones demasiado cortos, y cuando se sienta en una silla inadecuada queda prácticamente a ras del suelo. Su incomodidad manifiesta no tiene ninguna justificación más que la de enrarecer el ambiente, preparándolo para los forcejeos payasescos a los que se entregan luego las mujeres. La menor de las hermanas vomita a cada rato; la mayor saca continuamente una petaca de la cartera y empina el codo a escondidas. Además, como viene de vivir en algún país angloparlante, suelta cada tanto una palabra en inglés fuera de lugar. A la hermana del medio la tienen de blanco preferido los chicos de al lado y se ve obligada a salir al jardín con un paraguas para evitar que la empapen. Para colmo, el cerrajero que interviene fuera de campo hacia el final cecea con pasión. Solo le falta contar un chiste.
De esta manera, la película se convierte en un dechado de repeticiones sin sentido, que se salvan de ser portadores de un mensaje pero no pueden evitar la altanería de su propia inconsistencia que se hace pasar por novedad. Nosotras sin mamá no es moderna de ningún modo, pero se cuida todo lo que puede de no parecer televisión con la ayuda del blanco y negro y la ausencia casi absoluta de música. En realidad a lo que más se asemeja es a un ejercicio de cine donde se pone en juego una idea dramática precocida –cómo se enfrentan los personajes con sus propias miedos y miserias al encontrarse en un momento trascendente de sus vidas– para ver de qué manera se tamiza el cliché, se expurga su contenido moral y más o menos se simula una pertenencia a cierta clase de cine que se recibe con beneplácito en festivales. Ni popular ni aristocrática, Nosotras sin mamá habita un limbo sin verdadera nobleza al que una moderada astucia no alcanza en ningún momento a redimir (ni a redefinir) con sus fuegos de artificio de baja intensidad.