Recuperando temáticas que le son afines en sus trabajos anteriores, la muerte, el duelo, la vida de pueblo, los vínculos, el realizador Eduardo Crespo (Tan cerca como pueda) logra en Nosotros nunca moriremos (2020) su película más madura y potente, resolviendo cinematográficamente, el doloroso momento por el cual aquellos que quedan tras la pérdida de un ser querido deben asumir y enfrentar, iniciando un largo proceso que incluirá, la inevitable y sorprendente necesidad de aferrarse a todo lo que se pueda para no olvidar y avanzar.
Cuando una madre y su hijo (Romina Escobar, Rodrigo Santana) se enfrentan ante el hecho inesperado y fortuito de una pérdida, no sólo la tristeza y melancolía que albergan en sus personajes permitirá comprender un estadío que va más allá de sus cuerpos y temporalidad, conectando, a través de flashbacks, el pasado de ese ser que no está más y del que, les es revelado, que poco y nada sabían.
Una primera etapa dedicada a explorar el especial vínculo filial, en donde Eduardo Crespo deposita la cámara en hoteles de pueblo, calles tierra adentro, automóviles que en vez de ser desechados continúan alcanzando a sus dueños a donde deben llegar, habilita un segundo segmento en donde aquel que no está regresa de manera espectral en los recuerdos y anécdotas de quienes lo acompañaron en sus últimos días, un personaje que se arriesgaba por los demás (bombero) y que poseía una vida tan rica como compleja.
El registro de la noche y el acompañamiento entre los habitantes del pueblo por una lectura colectiva de aquel que no está, contrasta con el aire campechano con el que se pinta a los secundarios, los que, en realidad, poseen un capital cultural aun mayor del que se muestra y evidencia. Y en esa conexión con la literatura, y también con la música, con diálogos de una noble profundidad como “estaba tan cansada que hubiese dormido la vida eterna”, la poesía comienza a brotar de las imágenes, confluyendo con un tempo narrativo diferente, el que, seguramente, se condice con el tiempo del duelo que comienzan a atravesar y transitar los dos personajes centrales.
No hay estridencias, no hay llantos exagerados, no hay gritos, pocas palabras y sollozos, porque todo es contenido gracias un notable trabajo de dirección y estructura narrativa que logra que tanto en aquellos intérpretes experimentados, como en los que no, la plasticidad sea la justa para transmitir emociones que subrayan un particular estado de situación de personas en “trance” ante el dolor de la pérdida.
Cada escena se posiciona al lado de la otra con una energía que posibilita una progresión narrativa diferente, la que, gracias al hábil guion que va y viene en el tiempo, potencian, con sutileza, ideas asociadas a la muerte, pero también sobre la vida, y sobre aquello que se pretende de ambas.
“Eligió un lindo lugar señora”, le dicen a la madre tras depositar una suma sideral de dinero para asignarle un lugar de descanso eterno a su hijo, y ella no reacciona, porque también sobre eso profundiza el film, sobre la eterna burocracia y negocio que hay tras la muerte, un ciclo que no termina nunca, y que no deja siquiera, llorar al que se ha ido en paz y ni siquiera atender a su emocionalidad y trance.
Notables interpretaciones, en especial la de Romina Escobar, que se afirma como una de las actrices más potentes de la pantalla local, hacen de Nosotros nunca moriremos un ejercicio cinematográfico plagado de belleza y verdad, depositando en un pequeño punto de partida, la capacidad para hablar de cuestiones inmensas, universales, únicas, y, en un punto, hermosas.