Paolo Virzi, el autor de “Caterina en Roma”, “La prima cosa bella”, “El capital humano” y otras buenas, entró al negocio apenas veinteañero, en 1987. Para 1990 se comía el mundo. Cinecittá era una fiesta, la máquina giraba sin mayor problema, el Premio Solinas (en memoria del gran libretista Franco Solinas) era una novedad muy bien remunerada, todos tenían un rebusque, fantaseaban proyectos, reiteraban sablazos, y a la noche se encontraban en “Il re della mezza porzione abbondante”. Además estaba el Mundial de Fútbol, con una melodía que aún se recuerda.
Pero esta historia empieza exactamente la noche del 3 de julio, cuando el Mundial terminó para los italianos y un auto se cayó al Tiber con un productor adentro. Principales sospechosos, tres jóvenes guionistas. Una llena de pastillas, conflictos y dinero, otro muy educado, que sueña con el arte, y un atorrante rapidísimo para llenar páginas y encarar mujeres. Ellos deben contarle al comisario cómo conocieron al desafortunado productor, de qué viven, qué hicieron en las jornadas anteriores, y qué pasó con un cheque millonario supuestamente endosado a Federico Fellini.
Con semejante planteo, en los 50 los italianos habrían hecho una comedia regocijante. Por entonces empezaba el boom, como le decían. Pero la hacen ahora, la hace Paolo Virzi y mira a los 90, cuando la fiesta empezaba a decaer, Fellini filmaba la última toma de su última obra, la del poético llamado al silencio, y algunos ya buscaban otro rumbo. Entonces la comedia tiene un deliberado gustito ácido. Buena comedia, propia de aquel cine, buen cuadro de un tiempo ido, personajes preciosos, intérpretes precisos. A la cabeza, Giancarlo Giannini como el productor, y el venerable, impagable Roberto Herlitzka como un viejo guionista histriónico, estilo Furio Scarpelli. Atención a sus consejos, y al plano de una generación que no sabe mirar la realidad ni siquiera por la ventana. Y atención al bonus: la estrella sexy de los 70 Ornella Muti, con los ojos intensos de siempre, mostrándole a su admirador un tesoro que lo hace arrodillar, pero que la cámara, egoísta o piadosa, nos impide ver.