Retrato agridulce de la clase media
Sin decirlo en voz alta, el film japonés termina escribiendo un pequeño y potente tratado sobre la construcción identitaria.
Sendos funerales abren y clausuran Nuestra hermana menor, la película del japonés Hirokazu Koreeda que formó parte del pelotón competitivo del Festival de Cannes 2015 y que ahora, tarde pero seguro, se estrena en salas de nuestro país. El primero toca de cerca a las hermanas Koda: quien acaba de fallecer es su padre, con quien no han tenido el más mínimo contacto durante quince años, luego de que formara una nueva familia en otra ciudad. La ceremonia que llega cerca del cierre, en tanto, marca el fin de la larga enfermedad de una vecina, la dueña de un pequeño restaurant que supo ser testigo del crecimiento de las tres veinteañeras: Sachi, la mayor y más formal, enfermera en el hospital de la ciudad de Kamakura, donde transcurre gran parte de la historia; Yoshino, empleada bancaria y eterna enamorada de hombres problemáticos; Chika, la menor y más desprejuiciada, a quien su trabajo en un local de ropa deportiva le permitió conocer a su novio. Las referencias al mundo laboral no son casuales ni menores: la película es un derivado moderno de ese género típicamente nipón que los estudiosos occidentales suelen llamar shomingeki, retratos agridulces de la clase media trabajadora que realizadores de la talla de Yasujiro Ozu o Mikio Naruse llevaron a su máximo grado de relevancia y belleza artística. Casualmente o no, Ozu pasó una parte de sus últimos años en la ciudad de Kamakura y su tumba en el cementerio cercano a la estación de tren es uno de los lugares obligados para el turista cinéfilo.
Como ocurre en el manga por entregas Umimachi Diary, de la experimentada historietista Akimi Yoshida, en los cuales la película se basa (ese es también el título original de la versión cinematográfica), hay un cuarto personaje que se suma al trío protagónico. Suzu, con trece años recién cumplidos, ha quedado huérfana y sus hermanastras la invitan a mudarse a la casona familiar de dos plantas en la cual viven desde que su madre decidió abandonarlas años atrás. Las vínculos familiares, como ocurre en una porción importante de la filmografía del director de Nadie sabe y De tal padre tal hijo, son centrales y lo que se intenta llevar a cabo no resulta tarea sencilla: una historia profunda y emotiva –delicadamente conmovedora, incluso– que nunca echa mano a los grandes gestos del melodrama. Aunque, por momentos, la música compuesta por Yoko Kanno pareciera ir precisamente por ese camino, desoyendo los mandatos de las imágenes.
Nuestra hermana menor se concentra en detalles cotidianos, en el énfasis o el recato de aquello que se dice durante el desayuno o la cena, en paseos aparentemente poco extraordinarios. Aunque, de tanto en tanto, el relato presenta conflictos complejos ligados a la experiencia humana: la posibilidad de una mudanza a otro país, la muerte de un ser querido y, desde luego, los dolores y alegrías del crecimiento. No es menor la relevancia de los personajes secundarios, que la narración utiliza como contrapunto al núcleo dramático. Más allá del cuarteto de intérpretes centrales, representantes del cine japonés contemporáneo, Koreeda contó con un notable pelotón de actrices veteranas, entre otras Midoriko Kimura y la recientemente fallecida Kirin Kiri, vista hace algunos meses en el papel central de Una pastelería en Tokio, de Naomi Kawase. En las relaciones entre las cuatro chicas y su contacto con otras personas, pautados por el paso del tiempo y los cambios de las estaciones –toda una tradición en el arte japonés en general–, Koreeda va tejiendo laboriosamente la tela sobre la cual se va dibujando la silueta del drama.
Sin decirlo en voz alta, Nuestra hermana menor termina escribiendo un pequeño pero potente tratado sobre la construcción de la identidad, tanto la personal como la colectiva, un relato de maternidades abandonadas y asumidas -con toda su carga de amor y también de sufrimiento- donde el pasado convive con el presente, no sólo a partir de los recuerdos sino a través de gustos y aromas concretos: el licor de cereza de la abuela añejado en un frasco o el particular olor de un kimono heredado. El gran logro de Koreeda en esta película, algo subvalorada desde su lanzamiento mundial hace tres años, radica precisamente en la falta de estridencias, en su laboriosa construcción hecha no sólo de elementos presentes en los diálogos y miradas sino también por otros que apenas pueden ser intuidos.