La sinopsis de Nuestra hermana menor podría ser la de una telenovela. Hay enredos, malentendidos, rencores y enrevesados árboles genealógicos. Y sin embargo, todo fluye armónicamente, como si la trama fuese más lineal de lo que realmente es.
Tres hermanas viven en la antigua casa de su abuela. Su padre, años atrás, abandonó la familia para escaparse con una amante; y su madre, tras el divorcio, también les soltó la mano. Así que ellas autogestionaron su crianza. Ahora son adultas, con trabajos, romances y responsabilidades, si bien la más grande, Sachi, claramente cumple el rol matriarcal. Cuando se enteran de que falleció su padre, al que apenas recuerdan, asisten al velorio y conocen a su media hermana, Suzu, que quedó huérfana. Entonces la invitan a convivir con ellas y la tímida adolescente accede sin demasiados reparos.
Esta red de relaciones se teje con paciencia y delicadeza. El director japonés Hirokazu Koreeda (Afterlife, Nadie sabe y De tal padre, tal hijo) es dueño de un estilo sutil, depurado, directo y sentimental. Pinta sus relatos con trazos simples y claros, y a veces su búsqueda de la sencillez bordea (aunque nunca cae en) la chatura.
Hay, por ejemplo, excesos de simetría. Sachi se enamora de un hombre casado, como lo hizo la amante de su padre, a quien todavía no le perdona su infidelidad. Es uno de los puntos más flojos del guión, porque es un paralelismo forzado. Hay, también, caracterizaciones demasiado transparentes, casi sin sombras. Suzu es un emblema de pureza e inocencia, y dan ganas de que largue algún insulto o le pegue una patada a un perrito callejero, así se vuelve menos perfecta. Y hay, finalmente, atajos narrativos, conflictos (entre hermanas, entre madre e hijas) que se resuelven con algunos gestos amables.
Existe una delgada línea entre la sabiduría que sintetiza y la ingenuidad que reduce, y Koreeda no se cansa de recorrerla.
Lo salvan sus planos repletos de vida y detalle, con actores que interpretan sus roles aparentemente sin esfuerzo. Es como si las imágenes abrieran un sinnúmero de puntos de entrada para el espectador. Las puertas corredizas de madera y papel, los bollos en una compotera, las miradas cruzadas entre hermanas, la coreografía de los parroquianos en un restorán de barrio, un saludo entre protagonistas que resume miles de palabras que nunca se dirán: cada elemento es una micro-historia.
Cuando lo sencillo no es complejo, resulta aburrido. Por eso Koreeda suele explorar situaciones complicadas y agridulces; por eso sus tomas están tan precisamente compuestas. Siempre hay más de un personaje en escena, las hermanas o ellas con sus novios o colegas. Y
siempre hay un espacio tangible, físico y social que vemos en la pantalla; y otro, emocional, mental y poblado de recuerdos, que permanece fuera de cámara.
Porque el tema de la película, y de la mayoría de los diálogos, es cómo se construye una familia, cómo se edifica diariamente a partir de instantes acumulados, de domesticidad y de rituales, y cómo se define a través de lo que se cuenta y rescata. La familia es hoy pero también es memoria: son los cerezos en flor y el tostado de pescado, las fotografías y las anécdotas compartidas alrededor de una mesa baja. Tantos años de separación, y de padres y madres ausentes, obligan a las hermanas a llenar los baches. Se narran a sí mismas para darle orden a una cronología caótica.