Dios no piensa en los detalles
La hermana pequeña es hija de otro matrimonio, y las hermanas mayores no la conocen. El padre fallece y la convivencia surge como respuesta en este film sensible y magistral. Un sentir de necesidad mutua, de elecciones.
Es un encanto paulatino el que surge en las películas del director japonés Hirokazu Koreeda. Hace un año se distribuía en el país Después de la tormenta (2016), su película siguiente no tuvo estreno local, y la que ocupa estas líneas, Nuestra hermana menor, es de 2015. Vaya a saberse cuáles son los designios que deparan tal suerte de proyección. Al menos, algunas de las películas de este realizador llegan al estreno comercial, y el cinéfilo hará bien en recordar aquella obrita maestra, premiada en el festival Bafici, que es Afterlife (1998).
Desde ya, el encanto paulatino de este trabajo poco tiene que ver con el laberinto de la exhibición, sino con el mundo personal que Koreeda construye con cada película que dirige. Dilemas familiares, personales, personajes con la conciencia de saberse repentinamente vivos, a partir de la inmediatez de la muerte. En los dramas de este director japonés, es un grupo de personajes el que enfrenta estos avatares, como caras compartidas de una misma pregunta, contenida en varias voces.
En Nuestra hermana menor, el realizador japonés versiona una premiada historieta de Akimi Yoshida, y de acuerdo con lo que dejan ver los paneles del manga que circulan por la red -con interiores en blanco y negro, portadas a color-, se aprecia la emulación de ciertos planos generales en donde la ciudad convive con la naturaleza, encuentra una raigambre poética que es marca personal en el cineasta.
Así como sucede en (la posterior) Después de la tormenta, en Nuestra hermana menor los personajes parecieran habitar una Japón diferida, alejada de las marquesinas digitales, sin congestiones ni apabullamiento tecnológico. Antes bien, se trata de pueblos o barrios calmos, en donde es posible apreciar el perfume de los cerezos en flor.
Los cerezos no constituyen un efecto retórico, sino que asumen el lugar en el cual las acciones de los personajes tendrán su encuentro. Pero para llegar allí hay que saber esperar. Acá es donde aparece el encanto, en la paciencia, en los momentos pequeños que, en tanto efímeros, necesitan de la contemplación: la brisa suave, las gotas de lluvia repentina, el frío que invade el hogar, el ciruelo añoso, el sabor de la comida recién hecha. Detalles enormes. Que señalan un sentir cercano hacia el cine de Yasujirō Ozu, pendiente también de un entorno que excedía a los personajes, apenas pasajeros de un mundo que permanece, que hace mucho más que ellos está mientras les asiste en sus alegrías y dolores.
La trama ofrece cierto movimiento pendular de la historia.
En Nuestra hermana menor se narra cómo, a partir del fallecimiento del padre, tres hermanas lidian con la asistencia al funeral. También con la oportunidad forzada de conocer a una media hermana. El film es esto, también el movimiento pendular consecuente, porque se trata a su vez de cómo esa niña pequeña procura un encuentro con las hermanas mayores. La convivencia entre las cuatro ser revela adecuada al ritmo mismo del relato: de a poco, sin atropellos ni diálogos que expliquen, tampoco con escenas de clímax sorprendente, sino miradas fugaces, asentimientos y sonrisas tímidas, recetas de cocina y juegos compartidos.
La pequeña Suzu (Suzu Hirose) es, en principio y desde la especificidad cinematográfica, el contraplano de las tres hermanas; es decir, ella está por fuera del encuadre, pero esto también es lo que sucede a la inversa. El intento de toda la película será el de reunir a las cuatro hermanas en un mismo plano. Lo hará a través de momentos íntimos, que surgirán cuando corresponda, sin apuro. Al mismo tiempo, las situaciones de vida serán actos reflejos entre sí. La figura del padre fallecido oficia como un vértice entre dos familias, y entre ellas, episodios que no serán tan diferentes, mientras permiten que el descontento hacia los adultos trueque en mirada interna: descubrir al otro (el padre, la madre) en uno mismo. Lo que importa, en todo caso, son los cerezos en flor, si el color que los acompaña pudo ser apreciado. Allí hay algo más hondo, hermoso.
Podría pensarse, desde ya, que para llegar a tal sensibilidad hay que atravesar lo vivido, con sus incongruencias tal vez aparentes. Hoy estoy enojada con Dios, dice la hermana mayor, la enfermera y más obsesiva de las tres, al enterarse de que la cocinera del alma, cuyo restaurante le acompañara durante toda la vida, padece una enfermedad irreversible. Lo que parecía para siempre se esfuma, y ese lugar de cariño en donde las historias de estas hermanas se anuda, habrá de sumergirse en los recuerdos. Allí, dos situaciones. Una: la entereza de esa mujer que, al saberse mortal, prefiere ver los árboles florecidos. Otra: aceptar el ofrecimiento del hospital en el cuidado de los pacientes terminales.
Ninguna de estas dos instancias es forzada, tampoco vuelta relación explícita, sino que lo que entre ellas habrá de suceder -cuidar de esa mujer con el mismo afecto que ella supo tener- será resuelto de maneras indirectas, sesgadas, elípticas. Otra vez el movimiento pendular: la vida que dio cariño finalmente lo recibe. Y sus últimas palabras, parece ser, han sido que fue feliz. Del mismo modo, es en esta hermana en quien se cifra otra dualidad inmanente, en relación a ese doctor y amante que prefiere la pediatría antes que ver morir a sus pacientes. Ella se debate. Lo cierto está en que una y otra mirada convergen, son recíprocas.
Koreeda perfila un sentir de mundo que es de necesidad mutua, de elecciones que hacer para que otros y otras puedan también ser. En el camino, hay momentos dolorosos y equívocos, pero en ningún momento se evaluará lo hecho desde la acusación. Aun cuando éste sea el sentir en algunos de los personajes, lo cierto es que el film del director Koreeda se valdrá de esta furia para trastocarla en comprensión más profunda. Ese padre que abandonó a toda su familia, esa madre que también lo hizo; de todos modos, hay un cariño todavía, y no faltarán momentos en donde hacerlo sentir. "Dios no piensa en los detalles, así que nos tenemos que ocupar de ellos", se escucha decir en algún momento de la película.
La pequeña Suzu, en tanto, vive lo que sucede como un escenario al que pareciera no haber sido invitada. Finalmente, habrá también licor de ciruela para ella. Sin darse cuenta, las prácticas y costumbres de estas hermanas unidas y diferentes le han llegado bien dentro. El plano final las contiene y es en secuencia, sin cortes, con todo el tiempo para ellas.