El Japón de Hirokazu Kore-eda se construye a partir de sonidos y tonalidades. La melodía que acompaña a una mujer desde la casa de su amante hasta el hogar familiar, los encendidos verdes del bosque que contrastan con la austeridad de un funeral, los gritos de liberación de dos hermanas que resuenan en el vacío alrededor de la montaña. Esos elementos elegidos con cuidado, casi como tenues acordes, son los que Kore-eda dispone para contar sus historias domésticas, de emociones contenidas y pérdidas devastadores. Casi como un heredero del gran Mikio Naruse, ese director japonés olvidado entre los nombres de Kurosawa, Mizoguchi y Ozu, Kore-eda atiende con encanto magistral y una sensibilidad única a lo que ocurre ante nuestros ojos y no siempre vemos.
Su cine se concentra en los espacios diarios, los mundos conocidos, las relaciones cercanas. Es allí, entre lo familiar y lo cotidiano, donde siempre despega lo misterioso y lo extraordinario. Es en esa vieja casa que comparten Sachi, Yoshino y Chika, bañada en los recuerdos del abandono y el aroma del licor de cerezas, a la que llega Suzu, vestida de escolar, como una moderna Cenicienta que escapa de la madrastra y de los rencores silenciados del pasado. Sin apelar a grandes conflictos ni a excesivo dramatismo, Kore-eda convierte los sucesivos rituales culinarios de esas cuatro hermanas en mágicos territorios de encuentro, amor y comprensión.