Amigos son los amigos
Nuestras mujeres (Nos femmes, 2015), transposición de una obra teatral, es una comedia negra que hace foco sobre la amistad masculina.
La película de Richard Berry (aquí también actor, acompañado por Daniel Auteuil y Thierry Lhermitte) se inserta en esa clase de films franceses (con frecuencia, otras transposiciones) que posan su mirada sobre los vínculos pero, al mismo tiempo, lo hacen y grafican el estado de la burguesía. Sin el matiz psicológico Claude Chabrol, y disfrazados de comedias negras, estos relatos transcurren en hogares de familia bien posicionadas; hombres y mujeres lectores, cultos, que –malestar de la cultura mediante- ensayan puntos de fuga para vivir algo más que la amarga cotidianeidad. O tan sólo vivencian algún hecho poco frecuente que desestabiliza sus vidas predecibles. Sírvase como ejemplo Un Dios Salvaje o El nombre, por citar dos casos más o menos recientes.
En Nuestras mujeres, el hecho que irrumpe contra la habitual medianía es la confesión de uno de los tres amigos que llegan a la clásica reunión de viernes a la noche. Sucede que en plena discusión con su mujer, y ante una sospecha bastante sólida de infidelidad, el hombre se va de manos y presiona con fuerza su cuello. Y por más que su objetivo no haya sido cometer un asesinato, su mujer queda ahí nomás, inmóvil y sin signos vitales.
Lo que sucede luego de la confesión es más o menos lo previsible: pedido de complicidad para encontrar una “coartada”, pases de facturas varios, añoranza de viejos tiempos, y reflexiones que ponen en duda el estatuto de “amigos de fierro” que el trío protagónico llevaba marcado a fuego. El hecho de que el asesino sea el más irreverente del trío (un peluquero con fama de bom vivant), habilita a los otros dos a ponderar la vida sin sobresaltos, aunque a los dos minutos ese vínculo con la realidad ya esté hecho añicos y puesto en ridículo.
Nuestras mujeres tiene tres actores que llevan con solvencia los diálogos punzantes. También hay puntos de quiebre interesantes, que alteran la mirada que el espectador tiene de ellos, como ocurre cuando uno de los tres descubre una afinidad demasiado cercana de su propia hija con el asesino en cuestión. Lo que queda al final es, previsiblemente, una celebración de todo aquello que apuntaron como una constricción de la libertad. La casa desordenada, claro, pero con una familia sonriente que hace que ese sea un detalle menor. Tanta cháchara para que, cerca del The end, esta amarga comedia devenga en la consumación del típico pollerudo.
La burguesía, se sabe, necesitó siempre ejercitar pequeñas disrupciones en su discurso, tan sólo para revalidar el status quo.