Película de living, en la que se luce el living.
Se te ven los hilos, Chirolita. Basada en la misma obra que tiene en este momento su versión porteña en el Metropolitan, con Guillermo Francella, Jorge Marrale y Arturo Puig compartiendo cartel, Nuestras mujeres no es sólo teatro filmado, sino teatro “de hilos” filmado. O sea, esa clase de dramaturgia hecha de calculadas vueltas de tuerca, pistones que hacen girar sobre sí una máquina diseñada para enganchar, divertir, sorprender y, paradójicamente, emocionar a un espectador sobre todo cincuentón, edad de los personajes. Que a pesar de lo maquinal y calculado de todo el dispositivo algo de emoción se filtre a través de alguna hendija, obedece a dos factores: la sorpresa que pueda generar alguna (una) de esas vueltas de tuerca (que tomó al menos al cronista desprevenido) y las dosis de verdad que dos de los tres actores logran inyectarle sobre el final a un par de escenas.
Claramente dividida en actos a la manera clásica, el primer acto presenta a los protagonistas constituyendo un grupo indestructible. Con lo cual sabemos que unos veinte minutos más adelante algún giro de la trama pondrá esa cohesión bajo amenaza de destrucción. Presentados colectivamente en off (el gesto “moderno” de la obra), Max (Richard Berry, coguionista y director ademas) es un radiólogo soltero, que todavía no encontró a la mujer ideal; Paul (Daniel Auteuil), reumatólogo casado y con dos hijos; Simon, finalmente (Thierry Lhermitte, el más ligado del trío a esta clase de comedias), dueño de dos peluquerías y casado, es el seductor del grupo. Los tres llevan un nivel de vida propio de cualquier comercial de televisión. Factor esencial de esta clase de películas u obras de teatro, en las que la empatía del espectador se gestiona, en primera instancia, por identificación o aspiración de clase. Recién después viene la empatía psicológica o emocional.
El segundo acto, y el resto de la obra hasta poco antes de la “sorpresa” final, giran alrededor de un crimen que, es de sospechar, es muy posible que no haya sido tal. Detalle llamativo, la presunta muerte violenta de la esposa de uno de los amigos no interrumpe el clima de comedia. Algo que, puesto en relación con el comentario “¿Dónde viste que los hombres y las mujeres se comuniquen?”, no habla muy bien de la política sexual de estos tres señores. Teniendo en cuenta que funcionan como alter egos del espectador, y no precisamente para incomodar sino más bien lo contrario (la película termina con tres happy endings matemáticamente provistos), se supone que ese punto de vista es compartido por el relato, que además en sendos flashbacks hace quedar a la víctima como una buscona. Un ataque de sinceridio de guión, finalmente (lo coescribió Eric Assous, autor de la obra original), teniendo en cuenta la condición burguesa-conservadora de estos tres tipos.
El presunto crimen genera presión sobre los dos amigos, y la presión conduce al juego de la verdad, infaltable en esta clase de obra, pero que en este caso, como es una comedia, se ve reducido a una única escena. Película de living en la que si algo se luce es el living del tremendo piso del radiólogo (que da justo frente a la torre Eiffell, no sea cuestión de que falte un lugar común), Berry, como es el director, roba cámara en una escena en la que baila un rap, mientras Auteuil hace un trabajo de grito y transpiración, más que de actuación. Sin embargo y ante sendas revelaciones que no son más que volantazos de libreto, ambos dejan colar, sobre el final, una verdad humana que no parecería corresponderse con esta maquinaria que si no huele a aceite es porque en estos interiores, de tan primorosamente aliñados, nada huele.