Tan divertida como el sexo conyugal
Un raro experimento fallido termina siendo Nuestro video prohibido, una película cuya filosofía es absolutamente ingenua mientras que su contenido ha recibido la calificación de apta para mayores de 16 años.
Esta desafortunada combinación de pornografía de bajas calorías y comedia familiar tecnologizada sólo puede presentar como credencial más o menos respetable la ocurrencia de plantear una respuesta contemporánea a la pregunta: ¿Cómo es posible el buen sexo en un matrimonio con hijos pequeños?
En su época de estudiantes universitarios, Annie (Cameron Diaz) y Jay (Jason Segel) tenían un apetito sexual mutuo insaciable. Ningún lugar les resultaba demasiado incómodo o demasiado público para sus intercambios de fluidos. Ahora ese tiempo ha quedado atrás y Annie lo recuerda mientras escribe un artículo para su blog dedicado a la maternidad.
Hay una primera disociación entre la nostalgia de la protagonista y la forma de catálogo de situaciones ridículas con que se presentan esas escenas del pasado. La contradicción es comprensible en función del humor, pero ya anticipa que la narración va elegir siempre el camino menos complicado.
De todas maneras el dilema que no consigue resolver y que directamente aplasta a Nuestro video prohibido hasta hundirla en el subsuelo de los productos desangelados es la superposición de dos conflictos, uno existencial y otro funcional. El primero: ¿cómo conciliar el buen sexo con las responsabilidades familiares? El segundo: ¿cómo evitar las consecuencias de la viralización involuntaria de un video porno conyugal?
Como el director Jake Kasdan nunca termina de distinguir cuál de los dos conflictos es el más importante, vacila entre uno y otro, y su desorientación se hace visible en el modo en que dilata las situaciones hasta exprimirles toda la sustancia cómica posible, para abandonarlas después, secas y desabridas, en el basurero de su propia narración.
Algo parecido sucede con los actores, los principales y los secundarios. Sienten tanta obligación de ser cómicos que resulta patente la distancia entre los personajes insípidos que encarnan y el vertiginoso remolino de gestos y morisquetas con el que tratan de mantenerlos, si no vivos, al menos en movimiento.
La obvia moraleja final no cierra precisamente con un signo de admiración esta comedia cuya única virtud es documentar los esfuerzos del género por ponerse a tono con una época signada por las redes sociales y la exposición de la intimidad.