Por detrás de la escena familiar
En la película de Ivano De Matteo, el equilibrio familiar es piedra de toque para la organización social y económica. La violencia le es inherente. Puede estar más o menos oculta, hasta que aparece. Y se la asume como inevitable.
Los crímenes suceden en familia, ¿no? Al amparo de una muralla que puede parecer invisible, pero basta que se la invoque para que surja, inexpugnable. Ambito de neurosis, de culpas repartidas, de simulacros. Todo esto ha sido desmenuzado con fruición por el cine, a veces de manera impiadosa. Desde un talante similar decide inscribirse Nuestros hijos, el film de Ivano De Matteo que toma por referencia la novela La cena, de Herman Koch. La intención es loable, pero la manera desde la cual arribar al asunto tiene algunos altibajos.
Ahora bien, señalada la temática los ejemplos vienen solos. Hay algunos bárbaros, como lo corrobora la obra del norteamericano Todd Solondz; basta la mención de Felicidad (1998) para dar rúbrica. Desde otras miradas, podría pensarse la película de De Matteo desde el cruce entre otras dos: Elena, del ruso Andrei Zvyagintsev; y Un dios salvaje, de Roman Polanski. En la primera, a partir del amparo sobreprotector de una madre, quien lejos de cualquier miramiento hará lo que deba con tal de atender al bienestar de su hijo. En la segunda, desde el pleito entre dos parejas, preocupadas por el cuidado de un lugar social que sus hijos deben prolongar.
En función de estas consideraciones, Nuestros hijos tiene aspectos coincidentes y logra una puesta en escena simétrica, que se reparte entre dos hermanos y sus matrimonios. Paolo (Luigi Lo Cascio) es médico pediatra, Massimo (Alessandro Gassman) es abogado. Como si fueran dos caras de matices encontrados, estos rasgos se articularán con las figuras de sus esposas, a la manera de espejos encontrados; es decir, al estar casado por segunda vez, la mujer de Massimo opera desde un lugar de "alteridad", que contrasta con la mujer "de siempre" que es la esposa de Paolo. En ciertos asuntos, la primera no tendrá voz ni voto, siendo como es una madre con otras "características". Pero a no confundir, porque lo que prima es el círculo en cuestión, con sus ritos que respetar: todos los meses, las parejas se reúnen a cenar en el mismo restaurant. Si bien la costumbre se cubre de desdén y recelo, no dejará de cumplirse.
En todo caso, lo que importa es el mantenimiento de un equilibrio funcional. Desde su puesta en escena, la película lo trabaja a partir del contraste ya referido: mientras Paolo salva la vida de un niño accidentalmente baleado, Massimo logra la liberación del autor del hecho. Las circunstancias llevan a que mismos sucesos accionen de manera dual, mientras los personajes se cruzan reproches. O también: es gracias a esos reproches como la balanza se sostiene de manera inadvertidamente consensuada. Pero cuando el desborde llegue, las partes habrán de tomar medidas tal vez diferentes; ello sucede cuando un video de vigilancia tal vez identifique a sus hijos durante la golpiza a una indigente. Así, los adolescentes Michele y Benedetta ‑otra vez el contraste, desde los sexos‑ surgirán como signo de una relación interfamiliar que tiende lazos al todo social, como concatenación de un mismo statu quo.
Cuando el hecho cobre notoriedad (televisiva) y el diálogo familiar adquiera un nerviosismo que deje de ser latente, nada será lo que parecía. Los comportamientos de cada uno mutará de maneras aparentemente contradictorias; pero la apariencia, se entiende, no es más que un ardid de la puesta en escena, ya que la prédica del film estriba en la superficie cínica de cierto tipo de comportamiento social (y económico).
Vale decir, esta consideración toma por referente tanto a la clase media acomodada como a la clase alta, ámbitos donde habitan los personajes. Hay un lugar que se ha ocupado en el mundo y que sus protagonistas pretenden prorrogar. En algún momento, Paolo dirá: "todo se ha terminado", y es éste el pozo que Nuestros hijos alcanza, una vez logre desprenderse de las diferentes pátinas o cáscaras. Desde otro ejemplo cinematográfico, una situación similar atraviesa Il papà di Giovanna, de Pupi Avati, si bien desde el telón de fondo de la Italia fascista y con personajes de extracción más humilde. La diferencia está en que mientras el film de Avati asume el hecho con un pesar insondable, la película de De Matteo lo hace con personajes finalmente siniestros, amparados por un sistema social que los protege.
Este escenario se completa por medio de una suerte de radiografía social en donde la violencia está implícita. La primera secuencia de la película lo corrobora y la ratifica con su señalamiento como caldo de cultivo televisivo y de internautas. Eso sí, hay una frontera lábil, que borra la diferencia entre el dolor real y su simulacro; los espectadores de uno y otro formato ‑de internet o televisivos, sean adultos o adolescentes‑ comparten la misma falta de discernimiento o sensibilidad, mientras eligen acompañar sus risotadas o comidas con estos programas de contenido extremo.
Lo que aqueja a Nuestros hijos es su verosímil forzado, que la obliga a adoptar un tono por momentos didáctico, con situaciones demasiado evidentes. No hay un acento en los matices, en donde la atención recaiga en los detalles, en los gestos leves. En Nuestros hijos todo sucede de manera programática, ordenada. No hay una gradación que haga a los personajes ‑y espectadores‑ arribar a un quiebre más sensible, casi inadvertido, sino una sumatoria de acciones que funcionan desde la significación premeditada, con el fin puesto en el logro del golpe de efecto final, poco convincente.
Como ejemplo mejor, viene bien recordar la ya citada Elena, de Zvyagintsev; es tan sutil en lo que propone que al espectador lo toma por sorpresa, como si no hubiese sucedido (casi) nada. Porque, ¿hay algo más fuerte que el amor de una madre?