Una galería de idiosincráticos personajes en una narración que los desarrolla poco.
El cine, sin importar cuán cercano o alejado esté del realismo, es vivencia. Es aquello que le permite a un cineasta narrar desde la más absoluta honestidad. Es aquello que lo hace original, incluso si la vivencia del cineasta no es muy diferente a la del otro ser humano. Esa diferencia está en la mirada, en la sensibilidad. Sin embargo, hay ciertos límites que no deberían cruzarse y ciertas catarsis pueden hacer más daño que beneficio. Esta senda es la que recorre Nuestros Veranos.
El arte imitando a la vida
Tomando en cuestión que la protagonista es una actriz y directora de cine, igual que la mujer que le da vida, el espectador no podrá evitar sospechar ciertos tintes autobiográficos. Los cuales se hacen inmediatamente notorios una vez que están en la casona. La narración no solo se limita a mostrar la vida de esta familia, sino también la de su personal de servicio y la guionista que viene a trabajar con la protagonista.
Los integrantes de dicha familia son una galería de personajes con idiosincrasias interesantes, pero cuando la narración se sale de ese núcleo es cuando empieza a flaquear. El detalle en sus desarrollos comienza a descender conforme avanza el metraje y uno no puede evitar preguntarse qué utilidad podrían tener para la historia como un todo.
Ese deseo de abarcar mucho solo para terminar abarcando poco termina quitándole desarrollo a la que es la más que atractiva premisa de la película: una directora de cine que pretende narrar los últimos días de su hermano, quien falleció a manos del virus del SIDA, y cuyo fantasma vuelve para socavar los intentos de su hermana para materializar esa historia.
Sin embargo hay mucho espacio para el amor, tanto romántico como familiar. El amor no correspondido, el afecto reclamado, y cómo estas exigencias pueden consumirnos y hasta impedirnos el seguir adelante. El pasado más como pesada cadena que aprendizaje. Un peso manifestado en el grosor de esa bruma que cierra la película, una bruma no natural, artificial dentro del verosímil mismo del film, pero simbólica de una memoria que busca claridad. Una declaración visual e incluso inteligente de una película que es un tira y afloje entre la comedia de enredos y la introspección.
La propuesta visual es prolija, y Valeria Bruni Tedeschi sabe hacerse el suficiente espacio para que su oficio como directora no opaque su oficio como actriz. Su protagónico se sostiene con mucha dignidad, pero en materia calidad la interpretación de Valeria Golino, como su hermana, le da pelea, ya que ella tiene un personaje más complejo desde un punto de vista dramático en oposición a la complejidad más cómica del de Bruni Tedeschi. Una diferencia de registros que es sostenible por separado, pero plantea una mezcla un poco más exigente cuando ambas comparten escena.
Es allí donde uno nota más que la película tiene claro su tema, más no su tono. Una comedia puede tener momentos de drama y viceversa, pero cuando las cantidades son iguales, el esfuerzo por compatibilizar puede llegar a confundir y quitarle lustre al producto final.