Melancolía en imagen
Con una puesta en escena clásica y de una fluidez plomiza, el realizador Mark Romanek transpuso la celebrada novela de Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones (Never let me go, 2010) es un relato distópico que habla con dureza del mundo contemporáneo, centrándose en la relación de tres personajes vinculados con la muerte.
Kathy H (Carey Mulligan) es una “cuidadora”, orgullosa del trabajo que realiza. Al comienzo del film, ante sus propios ojos una vida se pierde en la sala de operaciones. Un espacio frío, despojado de toda calidez. La secuencia inicial compendia los temas principales de la película. Si en la novela el eufemismo era la figura retórica a la que la voz de la narradora recurría para referirse al horror, aquí Romanek mantiene esa voluntad, señalando los datos truculentos con notable discreción. Porque ese espacio azulado y triste es a donde irán a parar los jóvenes que fueron criados para donar sus órganos. Y por más que Kathy H los cuide, sabe muy bien que más tarde o más temprano será ella la que deba donar.
Kathy H, Tommy (Andrew Garfield) y Ruth (Keira Knightley) son educados desde el comienzo de sus vidas en Hailsham, una inmensa escuela para niños pupilos a los que se les dice permanentemente que son “especiales”. Entre juegos y horas de clase, sus mentes irán indagando tímidamente en las relaciones humanas, condicionadas por el poco tiempo en el que podrán desarrollarlas. Tal vez como consecuencia de ello aceptan pasivamente su singular destino, sin siquiera intentar escapar de la escuela. Esa mirada recorre todo el relato, que se detiene en las transacciones simbólicas que estas criaturas pondrán en juego en sus experiencias de vida. En ese sentido, es acertado que el film mantenga a los “saldos”, especie de trueque en el que los niños intercambian monedas de plástico por toda clase de objetos que llegan desde el exterior.
Aquel exterior, claro está, es el mundo oculto, al que accederán cuando sean adultos. ¿Están en aquel mundo sus “originales”? Lejos del recuerdo de Hailsham, o instaurados perpetuamente en él, cada esperanza de sobrevida es un eco de aquellos tiempos. Pero es difícil creer que sus vidas, como si se trataran de las monedas de canje, no tengan más que una finalidad práctica en un mundo que los necesita pero no los protege.
Nunca me abandones es un relato distópico, el inverso del utópico. Aquí no hay un mundo idealizado en donde todos los males humanos son inexistentes. Hay, en cambio, una reflexión sobre el valor de la vida en la contemporaneidad vista desde un mundo anacrónico. Poco importa si es el pasado o el futuro, lo relevante es que el universo diegético señala de forma extrañada las preocupaciones de nuestro tiempo. El marco es la década del ’70. Un cartel señala los avances de la ciencia, los que han hecho posible que el promedio de vida sean los 100 años. ¿El mundo hubiera sido así, de existir Hailsham? ¿Será el mundo así, si esa trama deviene realidad? El guión se acerca a estas cuestiones de forma distante, y de este modo enfatiza su cualidad dilemática y perturbadora, como si se tratara de un anti-cuento de hadas con una moraleja amarga.
El triángulo protagónico irá profundizando el tremendo drama que los acompañará perpetuamente, pero nunca se sublevará ante él. La sala de operaciones representa esa nada a la que se reduce la existencia humana. En una de las secuencias más duras, luego de la extracción del último órgano, los médicos y enfermeros se van, dejando ese cuerpo sin vida como testigo inerte. Es, acaso, el desmontaje más siniestro del relato que señala la falta de sensibilidad que subyace en nuestra modernidad respecto del valor de la vida. Tanto Mulligan como Garfield y Knightley logran transmitir toda la desazón y humanidad que emergen desde sus criaturas, es difícil imaginar un mejor casting.
Romanek ya había puesto en evidencia su solvencia a la hora de construir propuestas estéticas, en los video clips que hizo durante años para la industria musical más exigente, y en su interesante ópera prima Retratos de una obsesión (One hour photo, 2002). En Nunca me abandones construye un mundo frío, azulado, con una puesta de cámaras que roza el perfeccionismo: la mejor manera de reflejar una sociedad que se vacía de pasión.