Los niños clonados van al cielo
Extraña y sugerente resulta la segunda película de Romanek (la primera fue Retratos de una obsesión, aquel film con Robin Williams como fotógrafo en versión peligrosa) y más aun viniendo de un publicista y creador de videoclips (Michael Jackson, Bowie, Madonna. Sonic Youth, Red Hot Chili Pepers, Morrisey). El prestigio de la novela de Kazuo Ishiguro se sustenta no sólo por la historia que narra sino también por la mezcla de tópicos de la ciencia ficción distrópica con la amistad entre tres adolescentes luego adultos junto a la donación de órganos y la medicina que construye clones. En esa mélange de marcadas ambiciones y propuestas temáticas, subyace el relato de tres adolescentes encerrados en un orfanato inglés de rígidas directivas que, al cumplir 18 años, serán informados que les corresponde un destino que beneficiará a quienes necesiten órganos y que, lógicamente, perjudicará su futuro inmediato. La película elige la melancolía y las voces susurrantes como estética para esas vidas construidas por la ciencia que tienen un futuro acotado. De allí que surja la historia de amor entre dos de ellos, tratando de aplazar, aunque sea de manera temporaria, el destino que se les tiene fijado de antemano.
El principal punto a favor de Nunca me abandones es esquivar el morbo, el golpe gratuito, los lugares comunes que propician unos materiales literarios tan peligrosos para contemplar en imágenes. En oposición, esa excesiva prolijidad formal que propone una fotografía paisajística y el distanciamiento que elige Romanek para no caer en los tópicos del melodrama, anulan cierta dosis de emoción que la historia necesitaba con urgencia. Con tres jóvenes actores de actual predicamento y una Charlotte Rampling temible como directora de la escuela, transcurre este cruce de las plumas de Bradbury y Orwell pernoctando en un hogar de esquimales.