Abandonados por la pasión
Varios chicos, pero especialmente tres -Kathy (Carey Mulligan), Ruth (Keira Knightley) y Tommy (Andrew Garfield)-, son el eje de este relato en que el que se sigue a un grupo de internados en un orfanato que tienen un fin especial: han sido creados para que, llegados a la adultez, se conviertan en donantes de órganos. Una, dos, tres, cuatro veces. Luego los espera la muerte. De la inocencia inicial hasta la toma de conciencia posterior, la novela de Kazuo Ishiguro sobre la que Alex Garland escribe el guión de Nunca me abandones intenta reflexionar sobre los vínculos, el amor, los procesos temporales y cómo el hecho de saberse finito -en definitiva todos nos vamos a morir, pero vivimos con una rara inconciencia que nos vuelve despreocupados al respecto- condiciona y modifica todas estas experiencias.
Hay un elemento que es la clave del film de Mark Romanek: su tránsito impasivo. Y esto es así porque la película incorpora el punto de vista de estos jóvenes. Formados para un fin específico, en ellos no hay posibilidades de correrse del lugar impuesto, mucho menos de subvertir las reglas de la institución a la que pertenecen. Cuando conocen cuál es el motivo de su existencia, cuando entienden definitivamente que nunca llegarán a adultos porque antes morirán en el intento, estos pibes tragarán saliva, llorarán en silencio, se amargarán internamente, pero casi nunca exteriorizarán su bronca, confesarán sus miedos. Si hasta uno de los pocos intentos que hacen por “salvarse” de su destino es el de la aplicación de una cláusula específica.
Otra novela de Ishiguro recorría territorios parecidos. En Lo que queda del día, el mayordomo interpretado por Anthony Hopkins parecía uno de estos jóvenes llegado a la adultez. Salvo que en esa película de James Ivory el personaje de Emma Thompson venía para desacartonar, romper y perforar el mundo-témpano que el mayordomo se había autoimpuesto. En Nunca me abandones, y de esto habría que culpar al gélido Romanek, lo que nunca aparece es ese elemento que llega para descomprimir, para revelar otra verdad que pueda modificar las cosas. Y así, pues, asistimos al destino inexorable de estos jóvenes, entre cierto sadismo controlado y bien fotografiado, ávido por mostrar cicatrices, cuerpos agredidos y demás elementos quirúrgicos.
Nunca me abandones deja apuntes interesantes, y por eso es una película que no se puede descartar completamente. Ese universo del asilo, controlado y ascético, es una referencia clara del poder totalitario, que aquí no genera violencia sino identidades desapasionadas, resignadas, inertes. Vaya paradoja: seres humanos casi sin vida, destinados a dar vida o, por lo menos, prolongarla. En cierta forma aborda cuestiones similares a las que abordaba Michael Haneke en La cinta blanca, salvo que aquí cierta atmósfera de horror, ciertos toques entre fantásticos y de ciencia ficción, permiten un misterio que la prepotente voz del austríaco impedía en aquel relato.
De todos modos, en su afán por construir personajes lógicos y coherentes con su construcción dramática, Romanek borda un film demasiado frío y distante para un espectador que nunca se puede comprometer con lo que les pasa a sus personajes y que se queda esperando un quiebre que nunca llega y se demora sin remedio. Ver la forma en que se desprende de personajes importantes para comprender la falta de afecto para con esas criaturas, pecado mayor cuando en el medio de todo Nunca me abandones es una historia de amor trágica o, al menos, debería serlo. Por evitar el desborde lacrimógeno, el director se termina pareciendo a sus personajes: controla todo, nunca un gesto de más, es todo tan prolijo que los múltiples temas filosóficos que constituyen el film y que deberían llamarnos a la reflexión, nos terminan parecieron un elemento de decoración. Apenas en el rostro de Carey Mulligan -un talento impresionante- parece entender la atmósfera asfixiante y terminal que respiran estos personajes, y que compone el mundo lúgubre y fantasmal que, a veces, aparece en Nunca me abandones.